Eclesiástico 3, 2-6. 12-14; Sal 127, 1-2. 3. 4-5; san Lucas 2, 22-40

Hoy celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia. El Evangelio es el mismo, con un añadido, que escuchamos ayer. Este hecho, accidental en la liturgia, nos indica que nunca hemos de pensar que conocemos el Evangelio del todo. La Sagrada Escritura es un libro que nunca se conoce del todo. Por mucho que pensemos que no puede decirnos nada nuevo, está ahí para que volvamos a contemplarlo. Es una fuente que nunca se agota y que, además, nos permite volver siempre. El conocimiento y trato con Dios no sólo apacigua nuestra sed sino que nos impulsa a querer más. Sacia y, al mismo tiempo, invita a una mayor profundización. Aquieta el deseo y lo incrementa. Es lo que nos muestra la experiencia de los místicos que, a pesar de sus experiencias sobrenaturales, sabían que aún les quedaba mucho, y aún querían más.
Jesús, María y José acuden al templo. No tenían por qué hacerlo, puesto que Jesús es Dios y la ley mosaica no podía obligarle. Pero aún así, Él quiso sujetarse a las normas. Lo había hecho con las civiles (empadronamiento) y lo hace con las religiosas (presentación del Niño para imponerle el nombre y purificación de la Virgen). Si Dios se sujeta a unas normas que tienen como fin unirnos a Él, ¿cómo podemos nosotros ignorar las enseñanzas de la Iglesia y sus mandatos, aunque sea en cosas muy pequeñas? El hombre lo relativiza todo, Dios nada. Hasta lo más pequeño y aparentemente insignificante lo llena de sentido, y le da una profundidad y plenitud que nunca antes existió. Es una norma para nosotros. No hay que despreciar las cosas, sino llenarlas de sentido. En Cristo todo puede ser llevado a su plenitud.
Además, hoy es la fiesta de la Sagrada Familia que algunos autores han calificado como Trinidad terrena. En ellos, como en ningún otro, resplandece el amor de la Trinidad. Por ello, son también modelo para todas nuestras familias que están llamadas a ser en el mundo signo del amor de Dios. ¡Qué bonito pararse estos días ante el nacimiento que hemos hecho en casa y contemplar! Quizás podemos leer algún pasaje del evangelio en familia, o simplemente rezar o cantar villancicos. Y a partir de ahí introducirse en la escuela de Nazaret donde, en palabras de Pablo VI, podemos aprender las virtudes domésticas.
Jesús entro en la historia asumiendo todo lo humano, y por eso quiso nacer en el seno de una familia. ¡Qué gran lección para nuestro tiempo en que la familia es atacada, ninguneada y hasta ultrajada! No es casual. En el siglo XIX Marx, en una obra escrita junto con Engels, señalaba que la trinidad terrestre era imagen de la celestial y que por eso había que revolucionar a la familia para acabar con Dios. Eran otras palabras, pero ese era el contenido. Forma parte de lo que Karol Wojtyla, siendo cardenal de Cracovia, denominó el itinerario de la antipalabra que quiere negar a Dios a fuerza de destruir al hombre.
Hoy, por eso, dirigimos nuestra mirada esperanzada a la familia de Nazaret, a la que Jesús ha asociado a las múltiples familias que se han incorporado a la Iglesia para constituir una sola, que es la familia de los hijos de Dios. La miramos para aprender de ella, pero también para invocar su protección sobre el matrimonio, la educación de los niños, la defensa de la familia… Todo eso forma parte del plan de Dios, y en la actualidad corre peligro. La familia de Jesús también sufrió contradicciones, pero no dejó de ser un hogar en el que alumbraba y brillaba el amor de Dios. Que el Señor conceda ese mismo fulgor a las nuestras.