Samuel 3, 1 10. 19 20; Sal 39, 2 y 5. 7 8a. 8b 9. 10 ; san Marcos 1, 29-39

“¿Cómo sé que Dios me llama?”. Esta pregunta se la he escuchado a mucha gente, jóvenes y mayores, cuando se han visto ante la tesitura de tomar una decisión vocacional, y que iba a afectar decisivamente a su vida. Desde luego que no existe un “teléfono rojo” entre algún tipo de hombres elegidos para discernir vocaciones y el Espíritu Santo, pero sí hay algo que se denomina “sentido común”, y que suele acompañar a personas con un juicio más o menos maduro. Cuando nuestro protagonista de la primera lectura de hoy, Samuel, siente que alguien le llama, tiene que acudir en más de una ocasión a su maestro Elí para que le ayude a discernir de dónde proviene la voz que le reclama. El maestro, con experiencia en las cosas de Dios, es el que al final le hace la recomendadión: “Anda, acuéstate; y si te llama alguien, responde: ‘Habla, Señor, que tu siervo te escucha’”.

La llamada de Dios nada tiene que ver con los reclamos de nuestros días. Anuncios publicitarios, noticias en las portadas de los periódicos, la invitación a votar a un personaje político… Todos estos avisos del mundo pueden resultar muy eficaces para determinado tipo de objetivos: un producto comercial, unos resultados políticos, etc., que pueden ser muy importantes para una actividad concreta, pero que no llenan plenamente el corazón del hombre. La manera con la que se suele dar a conocer Dios, en cambio, suele ser sin mucho ruido, pero con una gran claridad. Es necesario, por nuestra parte, prestar atención con silencios y, sobre todo, con mucha oración. Y una de las maneras más eficaces es tener alguien que nos acompañe espiritualmente, alguien en el que depositemos la interioridad de nuestra alma, como puede ser un sacerdote o una persona con experiencia en la dirección espiritual. Esto fue lo que hizo Samuel al confiar en el criterio de Elí.

“Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar”. Si el Señor acudía a la oración en tantas ocasiones como nos muestran los Evangelios, cuanto más nosotros necesitaremos acudir a ella para discernir las cosas importantes. Cuando Dios llama lo hace, en la mayoría de las ocasiones, en el diálogo confiado con Él. Es entonces cuando diremos: “Habla, que tu siervo te escucha”; y veremos más claramente en qué hemos de confiar nuestra voluntad en el querer de Dios… Aunque, en ocasiones, pida mucho, nunca será lo suficiente para corresponder a tanto amor que hemos recibido de El.

¡No tengamos miedo a la llamada de Dios! Hay tanto por hacer, que quizás no sepamos por dónde empezar. La mejor manera, sin embargo, para saber lo que Dios nos pide, es empezar por cumplir nuestras obligaciones diarias y concretas (en la familia, en el trabajo, en el estudio…). Se trata de poner las condiciones necesarias para que Dios encuentre el “abono” necesario en donde haga crecer el fruto conveniente.

“Todo el mundo te busca”. También nosotros buscamos al Señor, y lo hacemos, de manera especial, pidiendo la intercesión de María, la Virgen, que supo escuchar la llamada de Dios y, por ello, fue la llena de gracia, cumpliendo Su voluntad en todo momento.