Samuel 3, 3b-10. 19; Sal 39, 2 y 4ab. 7. 8-9. 10; san Pablo a los Corintios 6, l3c-15a. 17-20; san Juan 1, 35-42

Durante las pasadas fiestas estuve en un pueblo de Castilla (España) en el que nació y murió una costurera que, sin apenas saber escribir y leer, redactó un libro que se ha calificado como de los mejores tratados sobre la Santísima Trinidad. El nombre de la costurera es Francisca Javiera del Valle, y el título del libro que escribió “Decenario del Espíritu Santo”. Murió a principios del siglo XX, pero su “pequeño” legado se ha traducido a multitud de idiomas, y sigue siendo fuente de inspiración para teólogos. ¿Dónde está, por tanto, la clave de la sabiduría? San Pablo, que debía ser muy listo (al modo humano, se entiende), sin embargo, llegó al convencimiento de que el único saber digno era el que provenía del Espíritu Santo. Por eso, en multitud de ocasiones, hace referencia a la necesidad de reconocer nuestra debilidad para ser fuertes, o que ante el mundo pasemos por necios para alcanzar la sabiduría de Dios. Lo sorprendente es que llegar a semejante conocimiento no es posible sólo a costa de pura intelectualidad, sino que es necesaria la escuela de la humildad.

Dice el Apóstol de los gentiles que “El que se une al Señor es un espíritu con él”. Por tanto, sólo en la unión con el corazón de Cristo (“manso y humilde”, como Él dice de sí mismo), será posible obtener sus mismos sentimientos, y así llegar al saber más profundo que hay en el hombre. Si lo vemos fríamente, resulta contrario a algunos propósitos de los que nos encontramos cotidianamente. Muchos se empeñan en obtener beneficios y favores a costa de otros, y con el empleo de todo tipo de artimañas. Sin embargo, esta forma de comportarse, a la larga, conlleva sinsabores, desazón y angustia, ya que no se obtiene una verdadera felicidad. Francisca Javiera del Valle, que nació en una familia humilde, tuvo la impresión de que Dios le llamaba a la vida contemplativa, pero como era mujer de oración, descubrió que lo que Él quería era que continuase con su labor de costurera, y ya le llevaría por los caminos del Espíritu Santo. Y así fue. Con esa docilidad, Dios le llenó de los dones necesarios para vislumbrar en qué consiste el amor que Él nos tiene. Y como las cosas no suceden de la noche a la mañana, tuvo que pasar por lo que los santos denominan “noche oscura”, es decir, purificarse de aquello que tanto nos ata a las cosas del mundo, para sólo contemplar la sabiduría de Dios.

Tú y yo podemos pensar que estas cosas no están hechas para nosotros, y que bastante tenemos con nuestros problemas. Pero, si te das cuenta, los problemas a los que aludimos no son resueltos, en su gran mayoría, por nuestra falta de sencillez. Un alma que mira a Dios, sabe relativizar aquello que no es esencial para su vida interior, y dar más consistencia a lo que le lleva a Él. Por eso, el primer escalón para llegar a la humildad es a través de la oración… mucha oración.

También el Señor, como en el Evangelio de hoy, nos pregunta: “¿Qué buscáis?”. Le decimos que sólo le queremos a Él. Que todo lo demás lo queremos supeditar a su voluntad, y por eso le preguntamos dónde vive. Ese “Venid y lo veréis” de Jesús nos debe de llevar, en la Eucaristía, en la oración, en el sacramento de la confesión… a decir en voz alta: “Hemos encontrado al Mesías”.

Nada de complicaciones, nada de atosigarnos, nada de “dobleces”… Las cosas son como son, y es la mejor de las maneras de acudir al Señor. Con el corazón sosegado y dispuesto a entregarse, una vez más, a las cosas más cotidianas y sencillas (tu trabajo, tu familia, tu descanso, tus amigos…), porque allí nos espera Dios. Y si no, que se lo pregunten a la Virgen. Ella tejió con su vida sencilla y oculta la mejor de las sinfonías… y Dios se enamoró de María.