Samuel 16, 1-13; Sal 88, 20. 21 22. 27 28 ; san Marcos 2, 23-28

Hace unos días, paseando con un amigo sacerdote, hablábamos acerca de nuestra vocación y de las exigencias que conllevaba. En especial hacíamos hincapié en el sacrificio que supone la renuncia a un amor humano, o la soledad que comporta una vida consagrada a Dios. Después de darle un par de vueltas al asunto, mi compañero me dijo en tono serio: “¿No te das cuenta la abnegación que supone en un matrimonio que, quizás con cuatro o más hijos, tengan que trabajar ambos, levantándose a las seis de la mañana, y con un sueldo ajustado?”. No se trata ahora de dirimir cuál sea la mejor vocación, sino que, tal y como nos dice el Señor: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto”. Y esto es algo que incumbe a hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, casados y célibes, sanos y enfermos… Como también dirá el apóstol san Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

Es cierto que, en muchos ambientes, siempre se ha dicho que el sacerdocio o la vida religiosa supone una gran renuncia personal, privaciones y todo tipo de peculiaridades que les han hecho diferenciarse, por ejemplo, de una familia en la vida ordinaria. Sin embargo, olvidamos que la llamada que hace Dios a la santidad es universal, y eso significa que todos los hombres y mujeres, sean de la condición que sean, por el hecho de ser hijos de Dios estamos invitados a ser santos. Y como ahora no se trata de generar “etiquetas”, “simplemente” se trata de admirarnos ante la grandeza de Dios que, a través de su gracia, dispensa a todos con las predisposiciones necesarias para corresponder a tanta generosidad.

No existen delante de Dios hombres y mujeres de primera categoría o de inferior clase, sino que, cada uno, allí donde se encuentre, ha de responder a la llamada personalísima que se le ha confiado y, ahí, en esa situación peculiar e intransferible, dar gloria a Dios. ¡Esta es la maravilla que hemos alcanzado todos por mediación de Jesucristo, pues somos hijos en el Hijo, y salvados por los méritos de su Pasión, Muerte y Resurrección!

“¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?”. Esta “reprimenda” del Señor también nos la hace a cada uno de nosotros cuando, incluso con muy buenas intenciones, antepomenos el juicio de los hombres al de Dios. Por muy “buenos” que nos consideremos, porque hemos tomado un estado determinado (sacerdote, religioso, matrimonio…), no es dicho estado el que nos hace más perfectos, sino la intensidad en el amor y la correspondencia que, en esa misma situación (pues se trata de una vocación singular en cada caso), devolvemos a Dios.

La vida ordinaria es la que tenemos cada uno con nuestras responsabilidades y obligaciones. Y lo ordinario podemos transformarlo, gracias a nuestra vocación, en lo más extraordinario si lo realizamos cara a Dios. Se trata de ir sembrando en cada uno de nuestros ambientes, y con los deberes correspondientes, la presencia de Dios para que todo quede enteramente divinizado.

“Echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación…” Nunca encontraremos este reproche del Señor si vamos de la mano de María, nuestra Madre la Virgen, que con la serenidad de su rostro nos da la confianza necesaria para perseverar fielmente en nuestra personal entrega a Dios.