Samuel 17, 32-33. 37. 40-51; Sal 143, 1. 2. 9-10 ; san Marcos 3, 1-6

David se cruza en la vida de Saúl transformándola radicalmente. Saúl era fuerte, valeroso, y el primer rey de Israel. David, en cambio, de presencia agradable, resulta ser demasiado joven y aparentemente débil. La historia entre estos dos hombres supondrá un cambio en la relación entre Dios y su Pueblo. Con la presencia del rubio David, Saúl ya no será el mismo. Andará con suceptibilidades, celotipias, envidias… y su vida será una verdadera amargura. Después de ser prácticamente un hijo para él, incluso dándole a su propia hija como esposa, Saúl buscará la manera de matar a David, pues lo considera un obstáculo y un rival en su reinado. Sin embargo, el problema nunca fue David, sino el día en que dió la espalda a Dios… ahí comenzó el declive del gran Saúl.

“Así venció David al filisteo, con la honda y una piedra; lo mató de un golpe, sin empuñar espada”. Esta hazaña que relata el libro de Samuel es una de tantas de las que “presume” el Antiguo Testamento cuando quiere darnos a entender que la historia la escribe Dios y no los hombres. Pero no pensemos que la vida de David fue un “camino de rosas”. También a él se le subió el poder a la cabeza, y se creyó con toda suerte de privilegios en los que Dios poco contaba. Sin embargo, y esta fue la diferencia, David lloró por sus pecados y se arrepintió, y es por esto por lo que ha pasado a la historia, como el rey que amó a Dios. Más que sus triunfos, posesiones y pueblos derrotados, lo que a Dios le importaba era el corazón de David y la confianza puesta en Él.

En nuestros días también son muchos los que piensan que lo único importante es el triunfo a los ojos del mundo y el acaparar gloria y poder. La pregunta es: ¿Dónde quedan los “césares”, los “napoleones”, “los grandes de la tierra”…? Todos ahora son ceniza y sólo son recordados en los libros de historia… nada más. Sólo Cristo es Señor de la Historia, el único que venció a la muerte y que aún vive, pues es el Rey del Universo, y, con el Espíritu Santo, Señor y dador de Vida.

Todos los que se consideran necesarios e imprescindibles, o como los únicos garantes de la vida de los demás, es bueno que piensen, de vez en cuando, que “torres mayores han caído”. La tentación es muy fácil, ya que cualquier oportunidad que se presente (una posición social, un éxito político, etc.) puede servir de excusa para creerse uno “el ombligo del mundo”. Sin embargo, de una manera u otra, toda obra humana termina por muy grande que aparezca a los ojos del mundo.

No pensemos, por otra parte, que estas cosas sólo les ocurre a los VIP (la gente que es considerada importante), sino que, a cualquiera de nosotros, en la medida de nuestras circunstancias y posibilidades, nos puede sobrevenir la tentación de construir nuestra propia “torre”, creyéndonos también los necesarios. La mejor medicina para evitar semejante “tontería” (porque, en definitiva, todas esas situaciones son siempre un cúmulo de necedades), es que el propietario de nuestra fortaleza (nuestro corazón, nuestra vida, nuestros intereses..) sea sólo Dios… porque, como decía la gran Teresa de Ávila: “Sólo Dios basta”.

No nos importe rectificar, aunque sea en multitud de ocasiones, nuestra actitud para dejar que Dios obre en nosotros. Así lo hizo la Virgen y, por eso, en la letanía a ella dedicada se la denomina “Torre de Marfil”, siempre inquebrantable, pues su vida entera está puesta en manos de Dios.