Samuel 24, 3 -21; Sal 56, 2. 3-4. 6 y 11 ; san Marcos 3, 13-19

Estos tiempos que vivimos no son precisamente los mejores para hablar de lealtades. Hay muchos intereses de por medio para jugarse el tipo por alguien que, quizás, nunca nos lo agradezca. “¡Dios me libre de hacer eso a mi señor, el ungido del Señor, extender la mano contra él! ¡Es el ungido del Señor!”. Esta actitud de David es algo más que loable, significa respetar el juicio de Dios sobre los hombres. Es muy fácil juzgar los acontecimientos y las personas por las apariencias, de hecho, es lo que solemos hacer con bastante frecuencia. Cuando vemos a nuestros políticos jugar, no con los sentimientos de los demás, sino con la verdad misma, utilizándola por un interés puramente ideológico, esto nos da mucho que pensar. Da que pensar dónde esté situado el honor, da que pensar dónde se encuentre el bien común… y da que pensar dónde se encuentre el horizonte del ser humano.

“Misericordia, Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti”. Todos hemos visto ese tipo de películas donde un “malo” (el típico padrino mafioso) tiene amenazado de muerte a un pobre hombre por su falta de lealtad a la “familia”. Éste, entre gritos y lloros, pide compasión por su vida, pero la intimidación prosigue hasta que, o bien el amenazado da el dinero prometido al jefe, o bien es llevado a un descampado donde un par de matones le da muerte. Esta manera de actuar, que en los cines puede ser habitual, quizás en la vida real no lo sea tanto, pero sí da una cierta imagen de lo que, normalmente, puede ser la manera de persuadir, siempre a la fuerza, a alguien que se resiste. Esas formas de implorar “misericordia”, por otra parte, nos muestran el miedo de alguien que vive bajo el yugo de un chantaje constante, pero no de una lealtad correspondida.

Cuando, en ocasiones, hemos oído hablar de Dios como una especie de “padrino” amenzante (otros dicen que se ven privados de libertad), no saben ciertamente quién es Él. Recuerdo, hace algunos años, una hermosa definición que dio Juan Pablo II acerca del “temor de Dios”. Decía, el entonces Papa, que nada tenía que ver con el sentimiento de miedo o pavor por ser castigado, sino que, más bien, se trataba de aquel que ha recibido en sus manos el mayor de los tesoros, y tuviera sumo cuidado por cuidarlo para que no cayera y se rompiese. ¿Cómo no ser leales a Alguien que es capaz de darnos lo más grande de este mundo, Su amor, en la fragil vasija que somos cada uno de nosotros?

La lealtad es servir a quien debemos algo, pero no en el sentido del “tener”, sino en el del “ser”. De esta manera, debemos lealtad a nuestros padres que nos dieron la vida, debemos lealtad a un amigo que nos hace ser más humanos… y, sobre todo, debemos lealtad a Dios, porque nos ha confiado a su propio Hijo (ése es el gran misterio de la Encarnación).

Nuestro Señor, cuando estaba en la Cruz, confió a Juan el cuidado de su Madre. En ese discípulo estamos tú y yo, y, por tanto, la lealtad debida a Dios adquiere la dimensión de una misericordia que se transforma en ternura… ¡Nunca dejemos que caiga de nuestro corazón semejante tesoro!