Samuel 15, 13-14. 30; 16, 5-13a; Sal 3, 2-3. 4-5. 6 -7 ; san Marcos 5, 1-20

Dicen que el ejército español jamás huye; da la vuelta y sigue avanzando. Parece que ahora que no hay que hacer el servicio militar ese espíritu no ha muerto, se ha contagiado rápidamente. Cuánta gente ante los problemas da la vuelta y sigue avanzando, hasta que se encuentra con otro problema y vuelve a cambiar de dirección. Así una y otra vez hasta que no saben muy bien dónde están ni hacia dónde van. A veces es sensato huir, pero no convertirlo en una costumbre.
Hoy las lecturas nos hablan de dos huidas.
La primera es la huida de David. “¡Ea, huyamos! Que, si se presenta Absalón, no nos dejará escapar. Salgamos a toda prisa, no sea que él se adelante, nos alcance y precipite la ruina sobre nosotros, y pase a cuchillo la población.” Esta huida es por miedo a los hombres. No es muy honrosa. David tiene que aguantar los insultos de Semeí (al que luego perdonará, pues es un hombre de Dios), pero huye con la cabeza baja y cubierta.
A veces también nosotros tenemos huidas así. Ante el temor por nuestro futuro -el inmediato, no pensamos en el eterno-, nos damos a la fuga. Es el miedo a lo que puede pasar, el miedo a no arriesgarse en cosas nobles, pues confiamos poco en Dios. Es el miedo de los novios que tienen que vivir juntos antes de darse un sí definitivo (que se convierte entonces en una caricatura), el miedo de los esposos a tener hijos, el miedo de los jóvenes a decir sí para comprometer su vida., el miedo de los mayores a aceptar su condición caduca y la muerte. Es el miedo al qué pasará, la falta de confianza en la providencia y de saber que estamos en manos de Dios. Este miedo va precedido de la pregunta ¿Y si …? Es el miedo del calculador, del pesimista, del que vive perpetuamente con miedo, aunque actúe como un bravucón.
Y escuchamos hoy otra huida, muy distinta. “¿Cómo te llamas? El respondió: Me llamo Legión, porque somos muchos. Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella comarca. Había cerca una gran piara de cerdos hozando en la falda del monte. Los espíritus le rogaron: Déjanos ir y meternos en los cerdos. El se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos; y la piara, unos dos mil, se abalanzó acantilado abajo al lago y se ahogó en el lago.” Esta es la huida de los miedos ante Dios. Es expulsar de nosotros las excusas, prejuicios y miedos que nos da el entregarnos a Él, cumplir su voluntad. Pueden parecer muchos obstáculos, pero desaparecen tras un acantilado, escondidos en unos cerdos. Son esos miedos que nos hacen daño a nosotros mismos, “Se pasaba el día y la noche en los sepulcros y en los montes, gritando e hiriéndose con piedras,” y, aunque parecen insuperables, no son sino unos cobardes ellos mismos. Son los miedos que paran a muchos en su entrega y, en el fondo son una falta de amor o no haberse encontrado todavía con Jesucristo. A veces el corazón está dispuesto a entregarse, pero hay intenciones bastardas que nos impiden decir el sí definitivo: “La quiero pero tengo que asegurarme de que voy a ser feliz” “Sería sacerdote pero quiero que no me inquiete el celibato (o la obediencia).” Siempre mandan los miedos, sin darse cuenta de que para el verdadero enamorado los problemas se superan juntos, no se esquivan. Los miedos para los animalillos de cuatro patas y con el hocico pegado al suelo todo el día. El endemoniado de Gerasa quería seguir con Cristo pues se dio cuenta de que con Él podía superar todos los obstáculos, no evitarlos. Dejar huir a esos miedos, que los encierra la barrera de nuestra seguridad, es bueno.
La Virgen tuvo preguntas que responder, jamás tuvo miedos pues se fiaba de Dios. Hagamos lo mismo.