Malaquías 3, 1-4; Sal 23, 7. 8. 9. 10 ; Hebreos 2, 14-18; san Lucas 2, 22-32
Hay pocas cosas más inaguantables que estar con un niño que quiere parecer mayor. Esas criaturas que te razonan todo y se olvidan de la naturalidad y el desparpajo que debería caracterizarles. Pero también es muy triste encontrarse con el mayor que se ha olvidado que ha sido niño. A veces parece avergonzarnos el haber sido pequeños, y tenemos que estar orgullosos de ello. Cuentan que un rey de Esparta y general de los ejércitos (con lo duros que eran los espartanos), que se llamaba Agesilao jugaba con sus hijos y recorría el palacio montando en una caña como si fuese un brioso corcel. Un día le descubrió uno de sus amigos dando brincos de esta guisa por el palacio. Agesilao le rogó que le mantuviese el secreto “por lo menos hasta que haya sido padre.” Entonces encontraría sentido a volver a ser niño con los niños. Algo muy común en los niños, a mí me pasaba a veces, es tener miedo a la oscuridad. Aunque conocieses perfectamente su casa y supieras esquivar todos los obstáculos, siempre preferías encender una luz, para evitarte sorpresas que nunca ocurrían. Pero uno crece e inconscientemente quiere demostrar su hombría olvidando que tiene miedo a la oscuridad, que sabe desenvolverse en ella. Suele ser entonces cuando te das en toda la pierna con esa mesita que se te había olvidado que estaba allí.
“Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.” Hoy comenzaremos la Misa con velas encendidas en las manos (como en la noche de Pascua), porque se ha presentado ante nosotros la luz que nos ilumina. A veces nos empeñaremos en olvidarnos de ser niños, de ser pequeños ante Dios y querremos apagar esa luz, demostrarnos que podemos ser buenos e incluso santos, sin Dios. ¡Ya somos adultos!. Al menos hasta que nos demos el primer tropezón y volvamos a llorar como niños.
Ojalá nos diéramos cuenta de la cantidad de luces que nos da el Señor. Somos tan presuntuosos que pensamos que tenemos “vista de lince” y podemos ver en la oscuridad, pero realmente es el Señor quien nos enciende una lucecilla para que podamos distinguir, aunque a veces sea a bulto, nuestro camino por la vida. Seguro que a veces, cuando niños, lo hemos pasado fatal mientras nos impedía el paso un monstruo ferocísimo: hubiera bastado encender la luz para ver que sólo era un abrigo colgado en un perchero. “(Jesús) muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles.” La oración, y especialmente la Eucaristía, son ese interruptor que enciende la luz de Dios que nos alumbra. A veces la dejamos de lado, pensando que no nos es necesaria, y acabamos viviendo con miedo, como esclavos, aunque juremos y perjuremos que tenemos la situación controlada. ¿Te has fijado que los santos no suelen perder el tiempo comentando lo que nosotros consideramos “tan grave y tan importante”? Para los que se dejan iluminar por Dios los graves problemas que nos afligen, no son sino abrigos mal colgados en los percheros.
La vida no está exenta de obstáculos, quien te diga lo contrario miente. Ni a su madre ahorró dificultades el Señor: “Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.” Pero si nos dejamos iluminar por Dios sortearemos todos los obstáculos y nos reiremos de muchos. Hay luz, mucha luz, no nos empeñemos en andar en tinieblas.