Job 7, 1-4. 6-7; Sal 146, 1-2. 3-4. 5-6; san Pablo a los Corintios 9, 16-19. 22-23; san Marcos 1,29-39

Las lecturas de hoy tratan del sufrimiento humano y de la respuesta dada por Dios. Job es el paradigma del inocente que sufre, y que podemos ver como representante de tantas víctimas que no encuentran sentido a su dolor. En el fragmento que hoy se nos propone ve la vida como una carga pesada que se agota en el día a día sin mayor esperanza. Este sentimiento no es ajeno al corazón de muchos hombres, especialmente en situaciones especialmente calamitosas como las causadas por el Tsunami en el Pacífico o el Katrina que asoló Nueva Orleáns. Si la vida se agotara en este mundo y sólo nos fuera dado esperar lo que podemos prever y tenemos ante la vista sería fácil hundirse en la desesperanza que brota de los labios de Job. Podríamos decir con él: “mi vida es un soplo y mis ojos no verán más la dicha”.
Hay por tanto dos males: el físico, para el que muchas veces no encontramos explicación, y la consecuencia que este puede tener en nuestra alma: la pérdida de ilusión y la desesperanza. Esta, llevada a su último extremo, constituye el nihilismo que embarga nuestra cultura y que se manifiesta en la tristeza, no sólo del arte o la literatura, sino también de muchas personas, incluso niños. Es como un malestar que nos embarga y nos impide mirar más lejos. Podemos ver una imagen de ella en la fiebre que tiene la suegra de Pedro. La fiebre alerta de algún mal. Es como el síntoma de que algo en nuestro organismo no funciona. Eso, desde el punto de vista espiritual, es lo que constituye la tristeza o acidia, que es la desgana por las cosas de Dios. La fiebre debilita y deja postrado. La debilidad espiritual, consecuencia de la falta de confianza en Dios, conlleva lo mismo. Entonces nos dejamos arrastrar por la tibieza, el desinterés y nuestra vida entra en una pendiente que cada vez es más difícil remontar.
Jesús cura las enfermedades físicas y las espirituales. “Curó a muchos enfermos de diversos males”, nos dice el Evangelio. Cura las dolencias físicas y sana las deficiencias interiores. Las primeras son signo de las segundas y ambas nos indican que el Reino de Dios está cerca. Pero además nos indican la pedagogía divina, que es acercarse a todos los que sufren. Cuando el hombre se ve incapaz de acercarse a Dios, sea porque se siente indigno, sea por cualquier otra causa, Dios busca la manera de ir a él. El Evangelio de hoy nos muestra el deseo de Jesús de acercarse a todos los pueblos: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. San Pablo será fiel imitador de Jesús al punto de exclamar “¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!”. Y nos muestra el método: “Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, algunos”. La predicación del Evangelio, precisamente por ser Buena Noticia no alcanzable por las solas fuerzas sino ofrecida por la generosidad de Dios, conlleva que la predicación y la acción apostólica sea siempre misericordiosa. De esa manera se sana el corazón de los hombres haciendo entrar en ellos la palabra de Dios. Lo han hecho los santos, como Pedro Claver que ganaba la confianza de los negros esclavos hablándoles con gestos de cariño porque, tal como estaban, no podían conocer otro lenguaje y, en tiempos más recientes nos habla aún el testimonio de Teresa de Calcuta. Por eso, como dice Pablo, la paga de anunciar el Evangelio consiste en participar de sus bienes.