Reyes 10, 1 10; Sal 36, 5 6. 30-31. 39-40 ; san Marcos 7, 14-23

En continuidad con el evangelio de ayer hoy Jesús insiste en su enseñanza entre la auténtica y la falsa pureza. Para ello remite al interior del hombre. Esta es una de las características del cristianismo, que siempre tiene en cuenta el interior de la persona. Es cierto que el dogma de la Encarnación señala que Dios, al hacerse hombre, abraza todo lo humano. Sin embargo, toma lo humano para redimirlo. De ahí que ninguna realidad propiamente humana resulte insignificante para el cristiano. Todo lo que tiene que ver con el hombre nos interesa. Pero, principalmente nos interesa el hombre. Así nos lo enseña Jesús, que ha venido para salvar a todos y muestra un amor singular por cada persona. Una multitud inmensa no justifica, a los ojos de Dios, la despreocupación por uno solo. Interesan todos.
Por ello las realidades materiales son sanadas a partir del hombre. Dice Jesús “Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre”. Y es una afirmación radicalmente verdadera. Jesús aquí está señalando el valor de la libertad que, nunca, es anulada por ningún agente externo. Ya Aristóteles había señalado que si nuestro estado anímico dependiera de las circunstancias entonces seríamos camaleones, pero no nos comportaríamos como hombres. La pureza moral, lo mismo que la libertad del hombre, no dependen de lo que hay a nuestro alrededor, sino de lo que nosotros mismos hacemos.
El fariseísmo había desligado el cumplimiento de la norma de la voluntad de Dios. Para algunos religiosos extremos ello podía significar incluso que la ley debía estar por encima de Dios, que no podía cambiarla. Pero la ley era pedagógica y debía mover el corazón al trato adecuado con Dios. Las leyes rituales de pureza pretendían enseñar un camino para tratar a Dios con limpieza de corazón. Pero esa pedagogía se absolutizó sin tener en cuenta su fin. Por eso la norma ocupaba el corazón de aquellos hombres y desplazó a Dios. Una verdadera pena.
El destino del hombre se juega en su corazón. Con lenguaje atrevido lo expresó san Agustín al decir: “ama y haz lo que quieras”. Un mal intérprete de estas palabras consideraría que para el doctor africano las leyes y normas carecen de sentido. No debe juzgarse así la enseñanza de Agustín. Él se refiere al primado de la caridad. Tema este más delicado de lo que aparenta, porque al final nuestras acciones, con independencia de lo que los demás perciban en ellas, dependen del amor con que se han hecho. Ahora bien, ¿significa esto que todo está permitido? Es evidente que no. Pero la purificación del corazón, que sólo puede llevarse a cabo bajo la asistencia del Espíritu Santo, nos enseña a querer lo bueno y rechazar lo malo. Porque Jesús en esta enseñanza no está diciendo que todo esté bien, sino que más bien indica que muchas cosas que son buenas pueden dejar de serlo por falta de rectitud de intención.
Lo que Dios quiere de nosotros es nuestro amor. Su pedagogía nos enseña a amar. Es ese el sentido de las leyes morales, de las rituales e incluso de las canónicas. Buscan liberar la libertad. Eso fundamentalmente lo hace la gracia. Las normas ejercen como andaderas, que nunca pueden despreciarse. Es cierto que para el alma avanzada en la vida espiritual muchas veces serán prescindibles, pero no porque dejen de cumplirse, sino por elevación.
La culpa no la tiene lo exterior. Jesús es muy claro: de dentro del corazón sale la malicia, el robo, la fornicación… Dicho de otra manera, en las cosas exteriores nunca encontraremos la causa de una mala acción. Podrá encontrarse la materia, pero la decisión para el bien o el mal, la toma el hombre con su libertad.
“Es consolador saber que Nuestra Madre la Virgen nos lleva en el corazón, a ella le pedimos que nuestro corazón se amolde al suyo, para que nuestras obras queden hermoseadas por ella”.