Reyes 12, 26-32; 13, 33-34; Sal 105, 6 7a. 19-20. 21-22 ; san Marcos 8, 1-10

El sábado es un día dedicado a la Virgen. Por eso a mí me gusta comentar el evangelio del día, sea el que sea, desde una perspectiva mariana. Además hoy se celebra la festividad de la Virgen de Lourdes, así que tenemos un doble motivo. Las primeras palabras que Jesús dirige a sus discípulos tienen un toque, al menos a mí me lo parece, que parece de la Virgen. Jesús tiene lástima porque aquella gente no tiene que comer. Me imagino la multitud de peregrinos, mendigos o forasteros que algún día llamaron a aquella casa de Nazaret. Pienso en la mirada de la Virgen y en la compasión que sentiría por aquellas personas y en cómo resonarían en su interior las palabras que Jesús dice en voz alta.
Pero no sólo eso, sino la caridad solícita que tendría la Madre de Jesús. Este mandó que se sentaran en el suelo. Ella buscaría un lugar donde colocar al indigente que le pedía alimento: quizás en un petrel a la puerta de la casa, o en el interior. Y María, como Jesús, preguntaría qué hay en la alacena, lo que fuera, y daría gracias a Dios por aquellos alimentos y también por aquel pobre que había llamado a su puerta, y saciaría su hambre. Y después recogería bien las cosas, para que no se perdiera nada, porque habían de llegar otros, y la comida no se tira.
La veo ahí, a María. Y también preparando la celebración de la Eucaristía. Disponiendo bien las cosas para que el templo sea confortable y el altar digno. Y acompañando al sacerdote y a los fieles que oran reunidos para dar gracias, sobre todo en ese momento en que el pan y el vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Milagro este mucho mayor que el de la multiplicación de los panes y los peces. Aquellos alimentaron a cinco mil personas, por lo bajo, la Eucaristía da vida a toda la Iglesia, y además la eterna. Y en ese momento de la Misa la Virgen Madre sabe que quien se da como alimento es el mismo que llevó en sus entrañas y dio a luz en un pesebre. Y pienso también que la Virgen se ocupará de que no se pierda nada de esa Misa. Es decir, de que la gente comulgue bien y de que puedan aprovechar tantas gracias escondidas en este sacramento.
No sabemos si la Virgen estuvo allí aquel día, aunque es muy probable que sí. Estaría contenta porque en aquel milagro las cosas no debían ser muy diferentes de lo que sucedía cada día en el comedor de Nazaret. El mismo amor, la misma mirada al cielo, idéntica preocupación por los hombres. Aquello no fue un aspecto aislado en la vida de Jesucristo. En ese gesto se nos revelaba todo el misterio de su vida.
¿Y qué le dijo la Virgen a Bernardette en la cueva de Masabielle? Pues algo muy parecido. Entre otras cosas que la gente peregrinara hasta allí, en Lourdes. Y siguen acudiendo multitudes, muchos de ellos enfermos, que alrededor de la Virgen alimentan su hambre y no pocos sanan su alma y algunos también su cuerpo. Así seguimos sabiendo que ella prepara cada día la mesa, para que podamos recibir a su Hijo y alimentarnos con el pan que da la vida eterna. Un día Jesús sació el hambre del cuerpo para que supiéramos donde está el verdadero alimento del alma.