Santiago 1, 1-11; Sal 118, 67. 68. 71. 72. 75. 76 ; san Marcos 8, 11-13

El suspiro es un lenguaje que da mucho de sí. Jesús suspira en muchas ocasiones y no parece que siempre sea con la misma intención. Hoy, por ejemplo, lo vemos suspirar porque los fariseos le hacen una petición de esas que son tontas, pero que muy tontas. Le piden una señal, cuando Jesús ya había hecho más milagros de los que podía digerir la audiencia. Total, que hablando en plata, aquella gente estaba molestando. Y Jesús suspira como para decir que se dejen de bobadas y que no intenten disimular su incredulidad. Después les responde que no se le va a dar ningún signo a esa generación.
Si Jesús ha hecho muchos signos, ¿cuál es el alcance de esas palabras? Me arriesgo a pensar que Jesús se refiere a que no les dará el signo que ellos quieren y que, probablemente, estaba en la línea de los sugeridos por Satanás. Me refiero, por ejemplo, a cuando Jesús fue tentado en el desierto y el demonio le sugirió que se tirara de lo alto del templo. Después los ángeles se encargarían de recogerlo y la multitud vería satisfecho su afán de novedades. Jesús venció al demonio y cuando se le presentan estos aprendices suspira. Si hubieran estado en el desierto no harían peticiones tan absurdas.
El caso es que esa tentación es constante. La volvemos a encontrar en la Cruz. “Si eres Hijo de Dios -le dicen- baja de la Cruz”. Es algo del mismo género y por tanto inadmisible.
Todos, cuando vamos por la carretera, esperamos encontrar las señales de tráfico adecuadas y no las que nos gustan. Igual bajando un puerto de segunda nos apetecería un cartel que dijera, no baje de los 150 km por hora. Sería una sorpresa, pero también un absurdo y, probablemente, la causa de muchos accidentes. Lo mejor para la conducción es que los tramos estén bien señalizados y que, quien lleva el automóvil sepa reconocer esas indicaciones. Si es así, todo puede ir muy bien. Los fariseos lo que piden es una temeridad, por no decir, impertinencia.
Podemos poner otro ejemplo. No sería lógico que dos personas que se quieren pidieran, la una a la otra, como garantía de su amor, algo que estuviera más allá del auténtico querer. Si un chico le dice a una chica: “si me amas engaña a tus padres”. Esa no sería una petición justa. De hecho atentaría contra la esencia del verdadero amor que busca el bien de la otra persona. Tampoco lo sería que un marido le estuviera, constantemente, pidiendo pruebas de su amor a su mujer. Iría contra el carácter mismo de la donación esponsal que supone una entrega confiada.
De manera semejante, los fariseos piden un signo que les permita no pasar por la fe. Jesús hace milagros para confirmar la fe pero no para suplirla. La petición de los fariseos es del orden: Haz algo que nos permita no creer pero sí tener una certeza. Es decir, piden un prodigio que no corresponde a la relación con Dios sino, más bien, a un experimento científico. Confunden los planos. ¿A qué es debido? A algo muy sencillo. Si Jesús hiciera algo que colmara sus expectativas entonces podrían decir que lo aceptan, pero no por un acto de abandono, sino porque lo pueden someter a su razón. Por lo tanto no habría fe ni se percibiría que la fe es un don gratuito. Pensarían que lo han alcanzado por sus propias fuerzas. Con esa actitud demuestran también que, no podrían seguir el cumplimiento de la voluntad de Dios porque, constantemente le pedirían una prueba. Es evidente que así no se va a ninguna parte. Por eso Jesús suspira.
Mira a Nuestra Madre la Virgen, ¿por quién suspira María? Suspira por nosotros, por sus hijos. Ha aprendido de su hijo a amar con paciencia, una paciencia que siempre espera, una paciencia que se hace súplica para que entendamos y amemos.