Isaías 43, 18-19. 21-22. 24b-25; Sal 40, 2-3. 4-5. 13-14 ; san Pablo a los Corintios 1, 18-22; san Marcos 2, 1-12

Todos conocemos a gente que está enferma, incluso podríamos estar en semejante estado cualquiera de nosotros. Por supuesto, que no hablo de un catarro o de una gastritis, sino de una enfermedad grave, como puede ser un cáncer, una parálisis, etc., y que sitúa a dicho paciente en una cierta marginación conforme a lo que suele denominarse “llevar una vida normal”. Recuerdo, por ejemplo, hace ya algunos años, a una buena mujer (diría que era una santa mujer) que padecía la enfermedad del ELA (esclerosis lateral amiotrófica). Se trata de una dolencia que afecta al sistema nervioso (las neuronas no dan información a los músculos para que estos se muevan), que resulta degenerativa a lo largo de los años, de la que aún no se ha encontrado el medicamento adecuado para curarla. Pues bien, todos los viernes iba a su casa a llevarle la sagrada comunión. Su marido solía abrir la puerta y me introducía en la estancia donde se encontraba la enferma. Impresionaba verla sentada en una silla adecuada a su estado, y en la que le habían instalado un sistema especial para poder comunicarse con los de alrededor. La enfermedad le impedía hablar, pero su familia había puesto los medios necesarios para que no se interrumpiera una mínima comunicación con ella. Cuando me sentaba junto a ella realizaba un gesto, ya conocido por su marido, y que significaba que la dejaran sola con el sacerdote porque quería confesarse. Y este es el punto al que quería llegar.

“Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: ‘Hijo, tus pecados quedan perdonados’”. Cuando confundimos a Dios con un personaje que “nos resuelve problemas”, entonces no sabemos quién es Él. Un amigo sacerdote me decía hace algún tiempo: “Dios no hace milagros, da su gracia”. Sólo desde aquí podemos entender, en primer lugar, qué significa que un todo un Dios se haya hecho “uno de nosotros”; sólo desde esa perspectiva podremos entender qué sentido tiene la muerte de Cristo en la Cruz… sólo así, y no de otra manera, captaremos, tal y como escuchaba hace unos días a una joven entregada a Dios desde su trabajo en el hogar, en qué consiste el amor de Dios: “Yo intento dar cariño a los sacerdotes, con mi trabajo silencioso y escondido, desde el corazón de Dios… y nunca me importará que sea reconocida ante los ojos del mundo”. Os puedo asegurar que no eran palabras hechas, sino que brotaban de un ánimo sólo y exclusivamente sobrenatural.

Estas son las cosas que otros no pueden ver, pero que son el “recreo” constante de Dios. Por eso, al perdonar Jesús los pecados al paralítico, Él le estaba dando lo más grande: la gracia divina. Los que estaban alrededor, y que sólo atisbaban las apariencias, murmuraban en su interior por la desfachatez de algo que, en verdad, no creían: el perdón de Dios. Aquella mujer enferma a la que llevaba la Comunión cada viernes, pedía antes, y con ojos ansiosos, el sacramento de la confesión, pero no como un ritual rutinario, sino con la convicción de que, más allá de la enfermedad, lo único importante era experimentar en el interior del corazón la misericordia de Dios. En nuestros ambientes actuales puede resultar escandaloso este tipo de actitudes, porque en absoluto se corresponden con lo que denominamos un estado de bienestar, pero yo preguntaría: ¿Qué ofrece el mundo a cambio?… ¿placer de un instante?, ¿una mejor situación social?, ¿más dinero?, ¿mayor fama?… Cada cual haga examen en qué fija sus ambiciones y el sentido diario de su existencia.

La Virgen María, que sabía mucho de silencios, siendo la Inmaculada Concepción, intercedió, y sigue intercediendo, por los que andamos en este “valle de lágrimas”, y así las enfermedades del alma queden curadas por las palabras de Cristo: “… para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados”.