Santiago 3, 13 18 ; Sal 18, 8. 9. 10. 15 ; san Marcos 9, 14-29

Es un hecho manifiesto que nuestra actual juventud carece, en su mayor parte, de una preparación intelectual adecuada. La enseñanza en occidente ha sido sometida a todo tipo de experimentos donde la técnica ha sustituido al discurso memorístico o a la correcta argumentación de la Lógica. La filosofía, por ejemplo, ha dejado de ser la base necesaria en la que otras ciencias encontraban antaño un lugar donde contrastar la adecuación entre entendimiento y realidad, para dar paso a un extraordinario protagonismo de un “idealismo” que sólo da importancia al egoísmo humano con pretensiones “creadoras”. Toda esta situación provoca, ni más ni menos, una frustración en aquellos jóvenes, cuando ya pasados unos años, descubren que sus “sueños” nada tienen que ver con la testarudez de lo cotidiano. Y, en último término, dejamos paso a la mentira para que cubra aquello que no hemos podido aprender con disciplina, orden… y tiempo.

“¿Hay alguno entre vosotros sabio y entendido? Que lo demuestre con una buena conducta y con la amabilidad propia de la sabiduría”. No son cuestiones sin importancia las que aquí se tratan, ni siquiera podemos asegurar que es un tema ajeno a nuestra vocación cristiana. Las palabras del apóstol Santiago en la lectura de hoy, nos ponen en alerta ante cualquier consideración de que la fe nada tiene que ver con la razón. La unidad del ser humano nos lleva a considerar que Dios siempre cuenta con nuestra condición limitada, pero que, gracias a los dones sobrenaturales que recibimos de Él, podemos crecer (tal y como nos dice el Evangelio acerca de Jesús) física, moral e intelectualmente, delante de Dios y de los hombres. Ser sabio no tiene nada que ver, por otra parte, con sorprender a los que tenemos a nuestro alrededor con nuestras “chispeantes” percepciones de los acontecimientos o de las personas, dejándoles “boquiabiertos”, sino, más bien, con una actitud que exige poner a Dios en esos momentos en primer orden, tal y como nos dice el Apóstol: “La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera”.

Los griegos, hace ya más de 2.500 años, hablaban del conocimiento en términos de amor. No se trataba, por tanto, de una mera técnica, sino que eran conscientes de que, en ese conocer y entender, existían elementos trascendentes en los que toda la persona se empeñaba, como ocurre cuando alguien ama de verdad. El “amor a la sabiduría”, como denominaban a la verdadera filosofía, significaba también contemplar la realidad tal y como se nos presenta, y no como uno desearía que fuese. Esa aceptación de las cosas es lo que hoy, en tantas ocasiones, echamos de menos, pues da la impresión que anteponemos los deseos a lo que la realidad es en verdad.

“Tengo fe, pero dudo; ayúdame”. Para un cristiano la fe nunca contradice a la razón. Decía san Pedro que “hemos de dar razón de nuestra de fe”, que es como decir: “Dios nunca se niega a sí mismo”. Es cierto que todo aquello que nos limita (nuestros afectos, nuestras debilidades, nuestros conocimientos…) puede darnos la impresión de que nos falta algo importante. Pero es en ese preciso instante cuando descubrimos que sólo Dios es el único capaz de darnos el sentido pleno de todo aquello que no podemos alcanzar. Por eso es tan importante la humildad, que es como la llave que nos abre a ese conocimiento sobrenatural donde Dios nos va dando todas las respuestas. Ese fue el camino de María la Virgen. A ella, que es Asiento de la Sabiduría, pedimos la docilidad necesaria para que el Espíritu Santo nos llene de su gracia, y así pongamos toda nuestra confianza en la verdadera sabiduría: el amor de Dios.