Oseas, 16b. 17b. 21-22; Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13; san Pablo a los Corintios 3, 1b-6; san Marcos 2, 18-22

Estaba comiendo el otro día con un compañero, cuando me dijo un tanto desanimado: “La gente parece estar bastante desquiciada”. Empezamos a relatar pequeñas anécdotas, personales y ajenas, acerca del comportamiento de personas (y, ¡por qué no!, también el nuestro), que les hacen, en ocasiones, vivir con una cierta desazón e inquietud por las cosas más cotidianas (el trabajo, la relación familiar…), y viven con urgencia lo que no es tal, y se despreocupan, por otro lado, de lo que sí merece la pena. Los telediarios nos bombardean con noticias estresantes (terrorismo, malos tratos, desencantos…). Aunque, también aparece la cara amable del “asunto”. Así, se nos habla del progreso de las ciencias, del éxito de los famosos, y las formas “sencillas” de obtener dinero y reconocimiento. En definitiva, ese desquicio parece “estar a caballo” entre lo que estamos llamados a ser, y de lo que realmente vivimos.

Necesitamos más sosiego y tranquilidad. “Yo me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón”. Hay cosas que sólo se entienden desde el silencio. Cosas que ningún psicólogo o economista puede resolver, cosas que dependen exclusivamente de nosotros… y de Aquel que nos conoce. No podemos depender sólo del activismo, porque, no siendo máquinas, en algún momento haremos “crack” y nos romperemos. Ese desequilibrio que tantos viven les lleva a una huída hacia delante que, en tantas ocasiones, no para en las repercusiones (en nosotros, y en las personas que nos rodean). Y, a pesar de lo que digan muchos, tenemos un interior que necesita su propio alimento. Ese “manjar” se llama silencio. De una manera muy expresiva lo dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios: “Sois una carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón”. Y lo que está en el corazón no se resuelve con dispersión ni actividad, sino que es necesaria esa presencia permanente de Dios (como la tinta de la que habla el Apóstol) que aquieta las pasiones desordenadas, y nos hace ponderar los acontencimientos y las personas en el orden que les corresponde.

“¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos?”. Da la impresión de que no sabemos difrutar con lo que tenemos, aunque sea en pequeñas cosas. Si hiciéramos un balance de lo positivo y negativo que tenemos en nuestra vida, la balanza de lo bueno haría notar su peso extraordinario. Pero nos pueden los subjetivismos, las añoranzas de un tiempo pasado, los vacíos afectivos, las hipocondrías y todo tipo de devaneos pesimistas. Ver lo bueno en el mundo es percibir la huella de Dios sobre toda la Creación. Cristo se ha quedado con nosotros (cada día en la Eucaristía), y olvidamos alimentar nuestra esperanza en ese milagro que, más allá de un mero símbolo, se trata de una verdadera unión esponsal de la que no sabemos “sacar partido”. Igual que a la hora de tomar una decisión importante necesitamos reflexionar y un cierto tiempo (silencio), no podemos acudir con precipitación al banquete de bodas que se nos ofrece en cada Misa. Saborear cada uno de los gestos y palabras que se nos ofrecen en el altar, necesita de nuestro silencio interior para que Cristo encuentre el lugar adecuado donde cubrir nuestros límites con la “impaciencia” de su amor.

La Virgen, esposa del Espíritu Santo, sabía reconocer, en tantos silencios que le acompañaron a lo largo de su vida, la presencia constante de Dios… ¿Te imaginas a nuestra Madre deprimida ante una contradicción? Ella, antes que nada, ponderó en su corazón la dicha permanente del amor de Dios que nunca defrauda.