Deuteronomio 30, 15-20; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6 ; san Lucas 9, 22-25

“Dichoso el hombre que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche”. Sí, son estos días los más adecuados para considerar aspectos esenciales de nuestra fe. Sin embargo, para otros, seguirán siendo las habituales semanas de trabajo, de esperar salir el sábado por la noche para “desconectar”, de algunas noches de insomnio… Quizás los carnavales hayan significado lo más importante para aquellos que esperaban algo distinto y relajado durante estas fechas. Ahora bien, ¿puede el “entierro de la sardina” darme una respuesta a mis deseos más profundos? Alguno dirá que no podemos mezclar las cosas, y que una diversión es tan legítima para alguien que, por otro lado, tenga una devoción religiosa sincera. Indudablemente que puede compaginarse el ocio con la fe, el problema resulta cuando hacemos protagonizar a la “sardina”, de tal manera que domine nuestro corazón. Las palabras del Deuteronomio no dejan a la improvisación lo que Dios espera de nosotros. Gozar la ley del Señor en todo momento es vivir, no con la obsesión de ser incapaces de estar a la altura de las circunstancias, sino de disfrutar de la presencia de Dios, incluso en esos tiempos en los que otras cosas parecen haber ganado nuestra atención… porque, “cuanto emprende tiene buen fin”.

El sentido de enterrar una “raspa”, aunque sea de sardina, para dejar libre a la carne, no deja de tener su gracia. La Iglesia no sólo nos da una recomendación para contemplar cómo se operó nuestra salvación, sino que, precisamente, nos está pidiendo atención para que contemplemos hasta qué punto Dios está dispuesto a dar importancia a la carne. La segunda persona de la Trinidad se encarnó, y vivió con su carne, no despreciándola, sino dándole su verdadera plenitud: santificándola. A nosotros también se nos ha dado el poder santificar nuestra carne mortal, con nuestra propia vida, y a ejemplo de Cristo. Él nos cuenta su propia historia: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Después de haber convivido unos pocos años con Jesús, sus discípulos parecen haberse escandalizado con estas palabras. Siguen confiando en sus propios modelos (esas “sardinas” que sólo les hablan de muerte), y son incapaces de descubrir qué significa “resucitar al tercer día”, es decir, que Cristo ame la carne (la tuya y la mía) hasta el punto de glorificarla para siempre.

El hijo de Dios nos da la respuesta a cómo vivir nuestras jornadas que, en tantas ocasiones, parecen ser tan anodinas: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Ir con el Señor, ahora que ya ha comenzado la Cuaresma, es una oportunidad única. Seguir sus pasos hasta Jerusalén es también ponernos en camino con Él. Detrás de cada una de sus palabras y gestos encontraremos que, la cruz de la que tanto nos quejamos, la lleva Él mismo. El miedo dará paso a la adoración y al recogimiento, y cualquier penitencia que hagamos (ese sacrificio por no murmurar, esa sonrisa ante el impertinente, esa disposición por ayudar con prontitud…), nos pondrá ante el misterio de Dios hecho carne.

“¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se perjudica a sí mismo?”. ¡Vamos a ganar almas para Dios! Aunque nos encontremos cansados, no podemos rendir nuestra voluntad por culpa de una triste sardina. La gente, con nombres y apellidos, esperan que les demos, con nuestro ejemplo, un testimonio de la verdad. María lo hizo también. Y en la carne desnuda de un Dios hecho hombre, contempló la salvación que, silenciosamente, se iba operando en su interior hasta permanecer junto a la Cruz de su Hijo… que es también la de cada uno de nosotros.