Isaías 58. 9b-14; Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6; san Lucas 5,27-32

Estoy convencido de que, si los fariseos y escribas no aprovecharon la redención que Jesús les traía, fue porque tomaron demasiada distancia respecto a hombres como Mateo. Nada ni nadie hubiera podido hacerles pensar que ellos, al igual que aquel publicano, estaban sentados en su telonio, comerciando y robando para conseguir su propio interés. La Cuaresma es para los pecadores, y Jesús, que paseó por los telonios, no dirigió su invitación a los «cumplidores»: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan».
Para que a ti y a mí no nos suceda lo mismo, es urgente que reconozcamos, hoy mismo, nuestro telonio, ese «tenderete» que hemos expuesto a los ojos de los hombres para que en él nos dejen su homenaje cuantos se cruzan en nuestro camino. Piensa, por un momento, en aquellos a quienes más quieres, en los tuyos, en quienes viven a tu lado… ¿No es verdad que, de cada uno de ellos, esperas «algo»? De este hijo tuyo esperas que cambie; de tu marido o tu mujer esperas que te preste más atención; de aquel otro familiar esperas que deje de atosigarte; de tus padres esperas que no te compliquen en exceso la vida… ¿Y de tus compañeros de trabajo? Míralo: del jefe esperas más comprensión y menos exigencia; de tus iguales esperas reconocimiento; de tus subordinados, lealtad… ¿Y tus amigos? Esperas que reconozcan lo que haces por ellos, que sepan pagarte los favores, que te escuchen cuando tienes algo que contarles… Pero eres pecador, y nada de lo que esperas lo mereces, porque a tu propio Dios le has ofendido en muchas ocasiones; por tanto, estás esperando que te den aquello a lo que no tienes derecho, y, cuando lo exiges, robas. Dime: ¿tienes, o no tienes telonio? Pues, entonces, ¡enhorabuena! No te felicito por tus pecados, como tampoco me alegro de los míos. Te felicito porque hoy Jesús se ha detenido ante ti, y, como a Mateo, te mira con ojos de misericordia y te dice: «sígueme». Ha llegado a tu telonio, y, en lugar de dejarte su tributo (porque también, también de Dios esperabas, y mucho), te está pidiendo la vida. Y es que, antes de dejarse robar (se dejará, ya verás), ha querido «robarte» el corazón. Y, según el proverbio castellano, «quien roba a un ladrón…» te trae cien años de perdón (el final me lo he inventado, con permiso del refranero).
«Dejándolo todo, se levantó y lo siguió». ¡No hay tiempo que perder! Mañana quizá sea tarde. Vamos a decirle tú y yo a Jesús que, a partir de hoy, lo damos todo por perdido; que ya no esperamos nada de nadie, y que todo lo esperaremos de Él. Date la vuelta, olvida todo aquello por lo que has luchado inútilmente, y renuncia gozoso a esas expectativas tan terrenas. Nosotros, como María, ya no queremos poner los ojos en otra riqueza que no sea la Divina Moneda que hoy ha caído en nuestro telonio.