Deuteronomio 26,16-19; Sal 118, 1-2. 4-5. 7-8 ; san Mateo 5, 43-48

Ayer se cayó (o “la cayeron”), la estantería que tenemos en la capilla del Santísimo. No es una estantería grande y es fácil que, a fuerza de poner y quitar libros, se haya ido descompensando y se haya venido abajo. Cuando acabe este comentario la fijaré bien a la pared. Lo cierto es que estuvo tres horas en el suelo y a nadie se le ocurrió levantarla, hasta que llegué de una reunión. Aproveché para hacer una limpieza de folletos, fotocopias y libritos que se habían ido amontonando con el tiempo. De vez en cuando te llevabas una sorpresa del tipo: “Anda, esto estaba aquí, “ o este otro: “Anda, esto todavía seguía aquí.” A veces nuestra vida es como una estantería desordenada, ponemos en primer plano, y más al alcance de la mano, lo menos importante y se queda oculto lo más imprescindible.
“Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen.” La pregunta sobre si se puede mandar amar a los enemigos se la hace el Papa en su última encíclica. Si aún no lo has hecho, léetela. Verdaderamente no es algo fácil, a veces tenemos que tirar abajo la estantería de nuestro corazón y volver a colocar todo en su sitio. Hoy es un día en que en Madrid nos acordamos de las víctimas del mayor atentado terrorista de la historia de España. Casi doscientas familias perdieron a un ser querido, más de mil personas resultaron heridas. ¿Se puede amar a los que se han hecho enemigos nuestros, sin que les hayamos hecho nada?. ¿A los que han hecho tanto daño? Ciertamente es difícil, por eso el Señor llama a la perfección, al heroísmo. Para entender al Señor hay que derribar nuestra estantería de valores y preferencias y volver a reubicar de nuevo todos sus componentes.
“Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.” Ese es nuestro criterio de actuación, y la perfección de Dios se manifiesta, de manera particular, en la misericordia. Desde luego la misericordia no es ser tontos, ni abandonar el afán de justicia. Los enemigos sólo alcanzarán misericordia cuando reconozcan ante Dios y ante los hombres su pecado, y satisfagan el mal que han hecho. Eso es de justicia. Pero no podemos cerrar nuestro corazón a la oración por ellos, a amarlos como Dios los ama. A veces con el amor de la madre que llora, por ese mismo cariño, al ver cómo su hijo destroza su vida con las drogas. Le duele ese amor, pero no deja de amarlo.
Tal vez lo que más nos fastidie es el aire de triunfador de los malos. Pero por muy orgullosos que estén de su mal, ellos no tienen la última palabra. Esa última palabra es del Señor, como escuchábamos el lunes: ¡Apartaos de mí, malditos!. Le dolerá a Dios, si me dejáis hablar así, y nos dolerá a nosotros como a la madre que tiene que echar al hijo de casa. Pero si cierran su corazón a la misericordia y a la justicia, esa será su decisión, aunque Cristo haya dado su vida por todos.
Ante casos tan graves, ¿seremos capaces de guardar en nuestro corazón pequeños rencores? ¿Pondremos en nuestra estantería los libros de nuestro orgullo, nuestra prepotencia, nuestro amor propio y ocultarán el libro de la Palabra de Dios? Esta cuaresma tenemos que purificar nuestro corazón, volver a aprender a amar con el corazón de Dios.
Cuando hay tragedias siempre aparecen personas, anónimas hasta entonces, que nos dan un ejemplo de caridad y misericordia, aunque le hayan arrancado lo más importante de sus vidas. Santa María, al pie de la cruz, nos ayuda a colocar nuestras prioridades, cuando estas se vienen abajo, según el criterio divino. No esperes a tener que participar en una tragedia para poner tu vida en orden, aprovecha estos días de cuaresma.