Daniel 9, 4b-10; Sal 78, 8. 9. 11 y 13 ; ; san Lucas 6, 36-38

Anteayer bauticé a un niño de unos cuatro años. A niños de esta edad es mejor no intentar tenerlos quietos en un sitio, es mejor que corran, arriba y abajo de la Iglesia, y echarles el lazo en los momentos convenientes. Este se pensaba que la Iglesia era una especie de campo de fútbol así que se dedicaba a recorrer el templo dando patadas a su balón imaginario, sólo interrumpido por la escalada de algún que otro banco. Los ves pasearse y te das cuenta de que no tienen ninguna vergüenza, no se sienten protagonistas de nada y son indiferentes a las llamadas de atención de los mayores. Sin embargo, entre la gente adulta, para conseguir que alguno hiciese la lectura, hay que rogar, suplicar y forzar a alguien a hacerla. Debe ser que según se aumenta en centímetros se aumenta la vergüenza.
“Tú, Señor, tienes razón, a nosotros nos abruma hoy la vergüenza.” El sentir vergüenza en algunos casos es malo (cuando pensamos que nosotros somos los protagonistas y que vamos a quedar mal ante la gente), pero en otros casos es necesaria e incluso buena. La vergüenza nos ayuda a saber que hemos hecho algo mal y, esa resistencia a que se conozca, es nuestra propia arma.
A veces tenemos la vergüenza atrofiada. Tenemos vergüenza de que los demás sepan que vamos a Misa, rezamos, nos mortificamos y hacemos cosas buenas por los demás. Tal vez, si sientes esa vergüenza, tengas que mirar tu corazón y ver si haces todo eso por ti mismo o por Dios y por los demás. Si lo haces por ti mismo tiene sentido que sientas vergüenza. Si lo haces por los demás y por Dios, ¡que se avergüencen los que no rezan ni se entregan por los otros!.
Pero también se atrofia la vergüenza cuando la sentimos para que los demás nos conozcan como somos y, sobre todo, cuando sentimos vergüenza de reconocer nuestros pecados en la confesión. Vergüenza nos debería dar el pecado, “hemos sido rescatados a tan alto precio,” pero no buscar el perdón del pecado. “Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos.” Cuando reconocemos nuestro pecado entonces reconocemos la misericordia de Dios, su fidelidad y su amor por cada uno de nosotros. Cuando tenemos vergüenza de confesarnos, estamos diciendo con nuestras obras que Dios no es compasivo. En el fondo no es vergüenza, sino miedo a Dios, pues hemos hecho un Dios que juzga y condena, como haríamos nosotros.
“Os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante.” No creo que haya nadie que, después de confesarse con un buen sacerdote, no sienta que Dios “se pasa” con nosotros. Por eso no tenemos vergüenza de ser pecadores, la vergüenza sería quedarnos instalados en el pecado, asustados de Dios.
La cuaresma es muy buena época para sentir vergüenza del pecado, y para quitarnos la vergüenza de confesarnos. Ante Dios hay que ser como el niño de cuatro años, como somos.
Nuestra Madre la Virgen nunca sintió vergüenza del pecado, no lo cometió, pero a veces nos mira con la lástima de la madre que ve que su hijo quiere vivir en una mentira, quiere perder la vida, antes que abrazar a su Padre del cielo que está deseando perdonarle. Pon en sus manos tu vergüenza y ella te dará alegría.