Éxodo 20, 1-17; Sal 18, 8. 9. 10. 11 ; san Pablo a los Corintios l- 22-25; san Juan 2, 13-25

Muchas veces sobre una cosa buena se van superponiendo otras superfluas e incluso nocivas. Por ello es necesaria una constante revisión, especialmente en la vida espiritual. Es lo que sucedió en el Templo de Jerusalén. Lo que empezó siendo un servicio se convirtió en un fin. Como cada día se ofrecían sacrificios y, además, llegaban muchos peregrinos de las regiones más diversas, parece lógico que hubiera un mercado para vender animales y que se ofreciera un servicio de cambio de moneda. Así todos podían cumplir con el templo ofreciendo algún sacrificio y dando limosna. Pero el mercado acabó teniendo más importancia que el Templo. Por eso Jesús lo expulsa. Es uno de los momentos del Evangelio en que se nos describe a Jesús con furia: se hizo un azote de cordeles, vuelca las mesas e increpa a gritos. Es como si Jesús estuviera diciendo: “lo que más me indigna de todo, aquello que me hace explotar de ira, es la perversión de lo religioso”. La finalidad del culto es servir a Dios y sólo a Él. Los discípulos, y nosotros hoy gracias a ellos, recordaron aquellas palabras: “El celo de tu casa me devora”.
¿Cuál es la casa de Dios? En el Evangelio se habla de dos templos y, san Pablo, en sus cartas nos recuerda un tercero. El primero es el de Jerusalén, que habían destruido y había sido reconstruido. El que visita Jesús había sido edificado por Herodes el Grande y era magnífico. Allí se realizaba el culto de la Antigua ley. Jesús señala que hay un nuevo Templo, que es su propio cuerpo, que será destruido y reconstruido en tres días, anunciando su muerte y resurrección. Jesús es el nuevo lugar donde se encuentran Dios y el hombre. En Él la relación es perfecta porque es Dios y hombre al mismo tiempo.
San Pablo nos advertirá que nosotros somos “templos del Espíritu santo”. Dios se construye su propio templo en el interior de cada uno de nosotros. Y ese es el principal templo que hay que purificar continuamente. Ya advirtió de ello Dios a su pueblo en el Antiguo testamento. Vemos cómo en la lectura del Éxodo se ordena: “No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso.” Esta norma, interiorizada, nos lleva a querer hablar siempre con Dios, en el culto interior, con verdad.
San Cesáreo de Arlés, en un bonito sermón dedicado a conmemorar la dedicación de la Basílica de Letrán escribe: “Debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella.” El templo físico es imagen del espiritual. La Cuaresma ayuda a la ornamentación interior de la casa que el Espíritu Santo edifica en nosotros. Prosigue el mismo obispo: “¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios también desea que tu alma no esté en tinieblas: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en el cielo.”
Por eso, siempre que entramos en una Iglesia, y por eso es tan pedagógico que sean de arquitectura bella, podemos recordar este consejo del santo Obispo: “Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma”.
Jesús expulsa a los mercaderes. También tiene que ayudarnos a limpiar nuestro corazón. Que María, templo en el que vino a habitar el Verbo hecho carne, nos ayude a mantener en orden nuestra alma, que es casa de Dios.