Samuel 7, 4-5a. 12-14a. 16; Sal 88, 2-3. 4-5. 27 y 29 ; san Pablo a los Romanos 4, 13. 16-18. 22; san Mateo 1, 16. 18-21. 24a
La figura de san José es entrañable. A los silencios de José, que no dice nada en el Evangelio, se añaden los silencios sobre san José. Y con frecuencia se habla demasiado poco del patriarca del Pueblo de Dios. Santa Teresita de Lisieux decía que para ella era inseparable la devoción a María de la que sentía por José. Ambos aparecen unidos en el designio divino en orden al nacimiento del Mesías. De ello trata el Evangelio de hoy, que es precioso.
La Virgen está encinta. Es un hecho milagroso. Dice el Evangelio que José decidió repudiarla en secreto. Hace eso porque era justo. Evidentemente aquí no se refiere a la justicia legal porque si no tendría que haberla denunciado. A los ojos del mundo existía una prueba evidente que inculpaba a María. Pero José era justo y por tanto no quería denunciarla. Por tanto aquí el Evangelio se refiere a la justicia divina. Era justo porque quería cumplir en todo la voluntad de Dios. Por eso al ver a María no piensa “aquí hay gato encerrado” sino que sucede algo grande y por eso decide apartarse.
Si san José hubiera sido racionalista María hubiera muerto apedreada. La razón humana lo habría justificado. Pero José vive de cara al Misterio y, porque es justo, ve más allá de sus narices, que es donde acaba la mirada del racionalista.
Con ese comportamiento José nos instruye sobre el modo de tratar a Dios y también a la Iglesia, de la que María es modelo. La Iglesia aparece ante el mundo como portadora de un Misterio que no proviene de las fuerzas humanas. Eso la hace sospechosa. El mundo la descubre grávida y no quiere reconocer que allí hay algo más que se nos escapa. Entonces inventan fábulas para justificar ese Misterio del que es portadora la Iglesia.
Como José no da la espalda al Misterio sino que lo respeta, poco a poco empieza a hacerse la luz. No es que quede todo claro, pero se va mostrando lo que estaba escondido. El ángel le dice que reciba a María en su casa y le encarga una misión: al niño que nacerá deberá ponerle el nombre de Jesús. Ese encargo es importante porque Jesús es descendiente de David, y por tanto heredero de las promesas mesiánicas, a través de José. Por eso el ángel lo saluda diciéndole “hijo de David”. El Evangelio reserva ese título a Jesús y a san José.
San José es muy importante en la vida de la Iglesia. Dios lo escogió como padre terrenal de Jesús y esposo de María. Y cumplió fielmente su misión. La Iglesia le ha encomendado muchas misiones: las vocaciones sacerdotales, que ayude a una buena muerte, la protección de la Iglesia y del Vaticano II, ser modelo para los trabajadores, el cuidado de la vida espiritual… No es casual ni tampoco un capricho. Todo ello nace de la contemplación de su persona. Es difícil, cuando uno se para a contemplarlo, no quedar prendado de su persona, porque nos introduce en una santidad sencilla, ausente de protagonismos y profundamente enraizada en la vida ordinaria.
También nos enseña otra cosa. San José no dice nada pero obedece a la primera. Es de una docilidad exquisita, como María. Un esposo a la altura de la Madre de Dios. Que ella nos enseñe a amarlo como ella lo quería.