Isaías 65, 17-21; Sal 29, 2 y 4. 5-6. 11-12a y 13b ; san Juan 4, 43-54

Los milagros no son causa de la fe, pero la confirman. Aleix Carrell, premio Nobel de medicina, se convirtió visitando Lourdes. En cambio, Émile Zola, un famoso escritor francés, tuvo la oportunidad de asistir a una curación milagrosa en el mismo santuario, y no sólo no se inmutó espiritualmente sino que intentó convencer a todos de que aquello no había pasado. Nos gusta pedir milagros, pero al mismo tiempo nos falta la disposición para recibirlos. Los milagros existen en la vida de la Iglesia, aunque esta es muy cauta para reconocerlos. Por ejemplo, en el santuario francés de Lourdes, hay miles de curaciones extraordinarias. Sin embargo, después de un minucioso proceso de estudio, de momento la Iglesia sólo ha reconocido 66 casos. No niega los demás. Pero antes de lanzar las campanas al vuelo se asegura mucho del carácter extraordinario de la curación.
Los milagros buscan confirmar nuestra fe, pero no son causa suficiente de la misma. La fe nace de la gracia y de la libre adhesión del hombre. En ningún caso actúa mecánicamente. A veces hay milagros notorios, pero también existen otros que pasan más desapercibidos. Es fácil que tengamos experiencia de alguna cosa importante y difícil que le hayamos pedido al Señor y que Él nos haya concedido. Son como caricias que Él nos hace. Por lo mismo los milagros se ordenan a acrecentar nuestra fe. De alguna manera la confirman.
Normalmente los santos se alegran cuando suceden hechos extraordinarios que se pueden atribuir a una acción especial de Nuestro Señor. No es porque vivan de los milagros, sino porque disfrutan viendo la acción de Dios en la historia y porque saben que eso hace bien a la proclamación del evangelio y de las almas. Pero no reducen su fe a esos episodios.
Así, por ejemplo, la confidente de Lourdes, santa Bernardette Sobirous, excavó la fuente de la que brota aún el agua que cura a los aquejados de tantas dolencias. Años después de ese hecho, cuando ya era monja en Nevers, ella misma cayó enferma. Las hermanas de la comunidad le sugirieron que se fuera a buscar agua de la gruta de Massabielle para su curación. Ella respondió “El agua de la fuente no es para mí”. Aquel fue un prodigio querido por Dios bajo la intercesión de Nuestra Señora, para que creyeran a la humilde muchacha de Lourdes. Pero no era un signo para ella, que ya vivía de la fe.
Paralelamente a los milagros existen las gracias que Dios nos regala. Los maestros de la vida espiritual insisten en que a las almas que empiezan a adentrarse en el seguimiento de Jesús, suelen recibir muchos dones. Pueden ser consolación en la oración, éxito apostólico, penetración en el sentido de la Escritura, consolación y paz del alma… Y esos mismos maestros insisten en que, conforme el alma avanza en el camino espiritual, Dios va quitando esos regalos. Así se purifica la fe que se va centrando cada vez más sólo en Dios.
En el Evangelio de hoy se muestran ambos aspectos. Por una parte Jesús hace el milagro, que a aquel hombre le sirve porque creyó en la palabra de Jesús, y por eso se puso en camino. Por otra parte el Señor señala: “Cómo no veáis signos y prodigios, no creéis”. La misericordia de Dios va uniendo ambos aspectos para que el hombre pueda adherirse a la fe completa.
Pidámosle a María, que creyó plenamente las palabras del ángel, que aumente nuestra fe. Que esta fe nos mueva a pedir a Dios incluso milagros, pero que se caracterice por una total confianza en Él.