Jeremías 31,31-34; Sal 50, 3-4.12-13. 14-15 ; carta a los Hebreos 5, 7-9; san Juan 12,20-33

Confundir la esperanza con un deseo puramente humano puede resultar, en muchas ocasiones, una “ilusión óptica”. Podemos tener la tentación de trasladar a nuestro lenguaje cotidiano, aquello que pertenece propiamente a Dios, toda una serie de conceptos que pueden llevarnos a engaño. Así, por ejemplo, cuando nuestros políticos hablan de una “paz permanente”, o una “esperanza sin límites”, entra en juego el interés, no el de la dignidad humana, sino el ideológico o partidista. Esta manera demagógica de actuar hace prevalecer el éxito de lo inmediato sobre el verdadero fin del hombre. “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. Este es el deseo de Dios, ir a lo esencial, y lo esencial reside en el interior del hombre. Sin embargo, es necesario, por nuestra parte, tener memoria histórica, y ese reconocimiento comienza por descubrir la pasta con la que estamos hechos: “Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados”.

Es evidente que todos estamos obligados a buscar (y sembrar) la justicia y la paz en nuestros ambientes. Pero también es importante que no olvidemos que la paz que nos viene de Dios no es la misma que encontraremos “normalmente” en el mundo. La solidaridad y el deseo del bien común es algo que corresponde a quien se precie como un gobernante honrado y recto. Ese reconocimiento que, desde siglos se atribuía a una gracia recibida de Dios (aunque también sirvió, reconozcamoslo, de excusa para muchos abusos despóticos), ahora reside en la “voluntad del pueblo”. Pero, he aquí la cuestión, ¿quién garantiza la libertad de conciencia a cada individuo, cuando se trata de imponer criterios distintos a eso esencial que decíamos anida en cada uno de nosotros? El otro día, por ejemplo, un presidente de gobierno aducía, acerca de la investigación con embriones humanos, la necesidad de que la conciencia no podía ser una cortapisa para el progreso científico… ¡Y nos quedamos tan anchos! Si la conciencia no es salvaguardada por aquellos en los que, supuestamente, confía la voluntad popular, entonces la cosa no es que se complique, sino que irá por los derroteros del eogísmo personal o la ideología corrrespondiente.

“Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso”. La pasta con la que estamos hechos nos hace descubrir multitud de limitaciones, pero también nos lleva de la mano a la mayor de las esperanzas: nuestra propia salvación. Las promesas de Dios nunca son caducas, sino que descansan en un querer eterno por darnos una felicidad sin fin. Lo dice la carta a los Hebreos de hoy: “Cristo, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna”. Si Jesucristo, Hijo de Dios, voluntariamente obedeció al querer de su Padre, y así fuimos salvados, cuánto más necesitamos nosotros el ponernos en manos de Dios, cumpliendo cada una de las enseñanzas de su Hijo. Descubriríamos, entonces, que esa obediencia no se cifra en actitudes tiránicas por Su parte, o esclavas por la nuestra, sino que el precepto por antonomasia es el amor, aunque sus raíces tengan forma de Cruz… “no es mayor el siervo (tú y yo) que el amo (aquel que dio su vida por ti y por mí)”.

“Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Esta es la manera de proceder que el mundo no entiende. Para subir hay que bajar, para crecer hay que anodadarse, para vivir hay que morir… Es la única manera, ya que estamos hechos de semejante pasta, para morir a nuestro orgullo y egoísmo, y que sólo brille el amor de Dios en nuestras vidas. Hoy hace un año que murió el Santo Padre Juan Pablo II, ¡qué bien lo experimentó a lo largo de toda su vida! La Virgen María a la que él tanto quiso lo vivió hasta el extremo, y la semilla que germinó en su interior dio un fruto del que aún (y siempre) podemos alimentarnos para vivir sin límites la esperanza de Dios en nuestros corazones.