Números 21, 4-9; Sal 101, 2-3. 16-18. 19-21; san Juan 8, 21-30

La alegría es un signo evidente de felicidad. Sin embargo, hay situaciones que pueden producirnos una cierta alegría, pero, no por ello, nos hacen felices. El que alguien nos cuente un chiste, o que nos encontremos con un acontecimiento gracioso, que nos haga reír, por ejemplo, no evidencian un estado interior de felicidad o de alegría, simplemente nos hacen “levantar” el ánimo en un momento concreto. “¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin cuerpo”. El pueblo de Israel no era feliz. Había sido liberado de las manos opresoras de Egipto. Esa liberación era algo más que un signo, se trataba de la intervención directa de Dios sobre aquel pueblo elegido con el que había establecido una Alianza perpetua de felicidad. Sin embargo, los israelitas pensaban “de cejas para abajo”. Echaban de menos aquello con lo que llenar la barriga, aunque fueran esclavos, y el corazón sólo se movía en lo superficial, prefiriendo moverse al nivel de los estímulos, rechazando la alegría de la auténtica libertad: la de los hijos de Dios.

Esa crítica también la podemos asumir cada uno de nosotros. Sólo basta hacer examen de cualquier día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, para descubrir las verdaderas motivaciones que nos producen alegría. Ese reconocimiento de lo que bien que haces las cosas, esa palmadita en la espalda que te da ánimos, esas palabras tuyas que han producido admiración a otros… Curiosamente, en cada una de esas situaciones el único protagonista es uno mismo, y cuando se produce lo contrario (una reprensión, una contradicción, una crítica…), llega el desánimo y la “depre”. ¿Te has preguntado, alguna vez, dónde se encuentra Dios en esa historia personal (¡tantas horas vacías!) de cada una de tus jornadas? Tal y como ocurre en el libro de los Números de la lectura de hoy, sólo cuando hay conciencia de haber dado la espalda a Dios, entonces, descubrimos quiénes somos en realidad: “Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti”…. y rezamos para obtener una respuesta.

“Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame en seguida”. Si en vez de convertir nuestra vida en una especie de estímulo-respuesta (me siento mal, por tanto, acudo a Dios), fuéramos capaces de transformar cada una de nuestras acciones, pensamientos y palabras en oración, no necesitaríamos ir a “Urgencias” en el último momento. ¿Cómo puedo vivir con la obsesión de si hago “todas” las cosas en la presencia de Dios? Yo te preguntaría, ¿piensas en la manera que respiras, o en la forma que caminas, cada que vez que lo haces? Somos “animales de costumbres” para todo aquello que denominamos “primeras necesidades”, pero olvidamos la necesidad esencial del alma, que es, precisamente, la que da la verdadera felicidad: vivir unidos a Dios, “instintivamente”, en todo momento. Y, para ello, no hace falta ser fanáticos en nuestra relación con Él, simplemente es necesario amar. Esa es la clave de la alegría y la felicidad interior.

“El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada”. Jesús no vivía con la sugestión de hacer las cosas por obligación, sin más. Su unión con el Padre era tan real, que “no le quedaba otro remedio” que actuar con esa naturalidad. Él nos abrió el camino mediante la oración, y esa es la invitación que nos hace a cada uno vivir la normalidad de nuestra condición de hijos de Dios, poniéndonos delante de Él (esa oración a la que Cristo tanta afición tenía), y acudiendo a los sacramentos que el mismo Jesús instituyó (sobre todo la Confesión y la Eucaristía). He ahí el caudal de nuestra felicidad que nada ni nadie podrá arrebatarnos. Nuestra Madre la Virgen sonríe, pero lo hace desde ese desbordante afecto que le llena toda una alma llena de gracia.