Génesis 17,3-9; Sal 104,4-5.6-7.8-9; san Juan 8, 51-59

Las guerras, los enfrentamientos entre las naciones, las discordias… son un fenómeno al que ya nos solemos acostumbrar. Es cierto que este comportamiento universal no es un mal de hace unos días, sino que acompaña al ser humano casi desde su creación. Muchos, incluso, hablan de que “el hombre es para la guerra”, o como un pensador inglés aseguraba: “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre). Esta valoración, desde luego, nos aparta de una concepción cristiana de lo que es el hombre para Dios: un ser, salido de sus manos, hecho a imagen y semejanza Suya. “Tú guarda mi pacto, que hago contigo y tus descendientes por generaciones”. La invitación que hace Dios a Abrahám no es sólo el llegar a un “acuerdo comercial” que beneficie a ambas partes, se trata de una Alianza por toda la eternidad. Es un pacto en el que sólo Dios puede cumplir sus promesas; Abrahám, al que las generaciones posteriores llamarán “nuestro padre en la fe”, “cayó de bruces” ante la presencia del Altísimo, y llevará a sus hijos ese mensaje de adorar a un solo Dios. Esas promesas serán olvidadas por los descendientes de aquel que puso su confianza en el Todopoderoso, volviendo sus miradas a otros dioses… los del odio, la desconfianza, la mentira y la muerte.

“El Señor es nuestro Dios, él gobierna toda la tierra. Se acuerda de su alianza eternamente”. Los hombres solemos tener poca memoria histórica. Olvidamos con facilidad aquello que es lo verderamente trascendente en nuestra vida y, por el contrario, nos quedamos en lo superficial con facilidad, buscando el “interés a corto plazo”. Esto hace que Dios no sea el aliento de nuestros deseos, sino una especie de “cortapisa” a nuestras ambiciones. Cuando olvidamos, por tanto, nuestra semejanza con el Creador, entonces el hombre se convierte también en nuestro enemigo… un obstáculo que hay que vencer. “Os aseguro: quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre”. Confiamos más en nuestras palabras (aquellas que se lleva el viento), que no las que nos obligan a vivir con coherencia y responsabilidad ante Dios y los demás.

“Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada”. Si el mismo Jesucristo es capaz de renunciar a su voluntad para reconocer que sólo vale la de su Padre, entonces, tú y yo, ¿a qué nos dedicamos? ¡Cuánta parafernalia dedicamos para que prevalezca nuestro criterio o nuestro juicio! Y nos escandalizamos, “acusando” a Dios por permitir guerras y odios entre los hombres. ¿Hemos olvidado que esos mismos hombres (también tus pecados y los míos) llevaron al Hijo de Dios al patíbulo de la Cruz. ¿Cómo podemos extrañarnos de las desaveniencias entre prójimos, cuando somos incapaces de poner nuestro corazón en manos de Dios?

“Os aseguro que antes que naciera Abrahán, existo yo”. La mansedumbre de Cristo tendría que ser la suficiente motivación para quitar de nuestra vida tanto egoísmo y soberbia. El precio no es otro, sino el de la eternidad. ¿Es posible la reconciliación entre los hombres? ¡Por supuesto que sí! Pero, para ello, es necesario que, a la manera de Abrahám, saltemos de gozo pensando en ese “día” de Nuestro Señor, en el que se alcanzó, en primer lugar, nuestra reconciliación con Dios. La Virgen fue testigo también de la manifestación de la misericordia de Dios, y “sólo” se le ocurrió cantar y rezar ese “Magnificat” de acción de gracias por tanto bien recibido. Sólo desde la humildad y el agradecimiento a Dios podremos conseguir que el hombre vuelva a ser amigo del hombre.