Ezequiel 37, 21-28; Jr 31, 10. 11-12ab. 13; san Juan 11, 45-57

Estamos en los umbrales de la Semana Santa. Es hermoso seguir el camino que nos va indicando la liturgia, porque nos lleva (como siempre) de la mano para que sigamos los pasos de Jesús. Parece que todos los personajes están dispuestos a desempeñar su papel, toda la ambientación preparada y el guión bien dispuesto. Durante los años 60 y 70 se tomaron esto casi al pie de la letra: era relativamente frecuente mostrar la Pasión como una especie de gran drama donde todo funcionaba como un mecanismo de relojería.
En cierto modo es así. ¿Qué es lo que se pone en juego? El gran drama del hombre, que se nos cuenta desde los inicios. Hay que remontarse al principio. He estado recordando los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, y qué bien supo reflejarlo todo: un Dios Todopoderoso que existe antes que nada, Dios que es magnánimo y crea, otorgándole al hombre todo, poniendo a su disposición toda la creación, y haciendo de él una criatura singular: a su imagen y semejanza lo creó, Dios que lo toca con la punta del dedo. Pero eso que podía haber sido tan hermoso, se malea. El hombre es como si no se conformara con eso: quiere más, quiere ser como Dios. Y le estalla entre las manos su propia arrogancia, para quedar herido de muerte.
El hombre, en los umbrales de la historia, tendió, un desafío a Dios. Había sido instigado por el tentador: el diablo le propuso un reto, un reto lleno de engaño, siempre por medio la mentira, las medias verdades. La serpiente que se retuerce en el árbol; le quiere hacer ver lo malo como sugerente. Y le muestra a Dios como un competidor, como alguien que le roba la libertad de construir un mundo a la propia medida. Era algo muy sugerente eso de ponerse en el lugar de Dios con poder para decidir sobre lo bueno y lo malo. Y la mano que ha sido tocada por Dios toca ahora el fruto prohibido, el hombre cae. Iba a ser el prototipo de todos los engaños, de todas las tentaciones que vendrían después: prometer oro para recibir basura, prometer grandeza, para obtener podredumbre. Cuando se cuenta es tarde, se tapa la cara con las manos y queda desalojado del paraíso.
Dios que respeta escrupulosamente la libertad humana lloró por esa ingratitud, pero quiso responder con magnanimidad. Con un amor redoblado, con un amor sin tasa. Con el Amor que sólo Dios puede dar.
Y se preparó un pueblo para que fuera descubriendo quién era Dios, para que, herido como estaba, tuviera la oportunidad de curarse. ¡Cuántos tiempo, siglos, años, de espera, para que la herida del pecado diera origen a la medicina de la salvación! ¿Quién había de dar paso a eso? Tenía que ser un hombre el que rehabilitara al hombre. Si Adán, el primer hombre, había introducido al género humano en una especie de callejón sin salida, en un laberinto donde se encontraba perdido, ahora el segundo Adán, el hombre por excelencia, el Mesías esperado, habría de restaurarlo todo.
Es curioso, el sumo sacerdote, el que según la alianza que Dios había establecido con su pueblo, hablaba en nombre suyo, dice lo que va a ocurrir. Caifás, un hombre sin escrúpulos, pero elegido por Dios dirá las palabras que van a transformar la historia, llevando a cumplimiento los planes de Dios para redimir al hombre: “os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”. Adán había introducido la muerte en el mundo, y el segundo Adán, Cristo, a través de la muerte, una muerte violenta, una muerte en cruz, va a introducir la vida. Donde había abundado el pecado va a sobreabundar la gracia. Donde un hombre dejó herida la humanidad, el Hombre, el Hijo de Dios hecho hombre, va a sanar la humanidad entera. “Sus heridas nos han curado”.
Estamos a punto de empezar la Semana grande, es sábado, día dedicado a Nuestra Madre la Virgen. Pidámosle a ella, Madre Dolorosa, que nos ayude a acompañar a Jesús en este camino de dolor, para ser en todo momento su consuelo.