Isaías 49, 1-6; Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. 15 y 17; san Juan 13,21-33.36-38

«Mientras yo pensaba: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas»»… ¿Quién no ha podido poner en sus labios, alguna vez, las palabras del profeta? Unos padres que, tras años de sacrificios y desgaste empleados en luchar para que sus hijos vivan como hijos de Dios, ven cómo, alcanzada la juventud, ellos tiran por la borda la educación recibida y escogen el peor de los caminos… Un maestro que, después de horas y horas de estudio, después pasar noches en vela preparando las clases para que sus alumnos reciban la mejor educación, contempla cómo los jóvenes reciben con indiferencia y desprecio su enseñanza… Una madre de familia que, tras haber empleado la mañana entera en cocinar una comida exquisita, recibe a última hora una llamada telefónica que le anuncia que su marido no vendrá a comer mientras, aún con el teléfono en la mano, ve cómo sus hijos llegan, se preparan un bocadillo y se lo llevan para comer delante del televisor…
Nada, y menos que nada. Estamos en el Cenáculo, y el Corazón de Jesús ha comenzado a sangrar (¿acaso no sangraba antes?). Es la hora final. Después de tres largos años de vida pública, después de tantas enseñanzas y milagros, sus labios van a cerrarse y sus manos dejarán de sanar las enfermedades del cuerpo. Uno podría esperar que, tras ese tiempo, al menos parte de la semilla hubiera sido recogida; que, al menos entre sus íntimos, se mantuviese viva la Palabra y encendido el amor. Al fin y al cabo, ni un sólo minuto de aquellos tres años lo había reservado Jesús para Sí. ¿Qué menos que poder cosechar, tan siquiera, antes de la muerte, algún detalle de adhesión entre sus amigos?
Nos hemos recostado a la mesa, y los ojos de Señor se clavan, uno por uno, en cada uno de los nuestros… Como única pregunta, casi como provocación, una lágrima. Mira el Señor a Judas, y rompe a llorar por dentro: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar». No «uno de aquellos», que no me han conocido, sino ¡»uno de vosotros», mis amigos, a quienes hablé a escondidas y desvelé los secretos del Reino! Después mira a Simón: «¿Conque darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces»… Después me ha mirado a mí, y he bajado la vista enrojecido.
«Mientras yo pensaba: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas»». Como Juan, quisiera recostar mi cabeza en el pecho de Jesús, y escuchar los latidos de su Corazón. Jesús está muy solo… El conocimiento de su resurrección no le ahorró ni un ápice de tristeza en esta noche. Esa noticia estaba en el entendimiento… Pero el Corazón se abrasaba en soledad y en fracaso: «No me puedes acompañar ahora», «me iré solo, porque aún eres tibio y cobarde». Yo he sido el fracaso de Jesús. ¡Si al menos, Madre Santa, pudiera en estos días ser su compañero! ¡Si pudiera abrazarme, aún tiritando, a tu manto, y asido a él alcanzar la cima del Calvario para enjugar, al menos, una lágrima!