Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Sal 117, 1-2. l6ab-17. 22-23; san Pablo a los Colosenses 3, 1-4; san Juan 20, 1-9

La curiosidad humana es insaciable. El otro día, cerca de mi parroquia, a un hombre le dio un infarto. Hubo que llamar a la ambulancia para que lo internasen. Es sorprendente ver cómo al ver las luces de una ambulancia en la calle la gente corre a ver qué ha pasado. Hasta esos viejecillos, que parece que no pueden dar dos pasos, se apresuran a ver qué ha ocurrido. Imagino que con la íntima alegría de no ser ellos los atendidos por los servicios médicos de urgencias.
“Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro.” Otros que corren. Pero pienso que a Pedro y a Juan no les mueve la curiosidad. Si era verdad que se habían llevado el cuerpo del Señor sólo contemplarían lo que vieron, un sepulcro vacío. Si era un ataque de histeria de María Magdalena se encontrarían con la losa que sellaba el sepulcro y tendrían que ingresarla en un psiquiátrico. Si corrían, y Juan corría más que Pedro, es porque también escondían una íntima esperanza que les dictaba su corazón y su memoria. La vida de Jesús no había sido un fracaso, una tremenda mentira que se acabó en la cruz, un conjunto de palabras bonitas que, más bien a la corta que a la larga, se llevaría el viento. Esa íntima esperanza, tantas veces anunciada por Jesús pero tan increíble para los apóstoles, era que Jesús resucitaría. Por eso el ver el sepulcro vacío no les mueve a actuar como investigadores privados, buscando a los autores de tal felonía, sino que les mueve a la fe. Por eso Juan “vio y creyó.”
Hoy es el primer día de la Pascua. Anoche celebramos la Vigilia Pascual, las tinieblas fueron rotas por la luz de Cristo y dimos gracias a Dios. Hoy, toda esta semana, cada día de nuestra vida, deberíamos correr a confirmar lo que nuestro corazón nos dicta: La Vida ha vencido, la esperanza no es vana. Seguramente muchos se queden encerrados en su cenáculo del atasco para volver a casa, pensando en la rutina del día siguiente. Siguen sin entender la Escritura pues son incapaces de entender su propio corazón.
Parece que los hombres somos expertos en ahogar las buenas noticias, la única Buena Noticia. Bastará ojear el periódico de hoy para que se nos haga difícil encontrar una buena noticia. Los hechos los sabemos: “Vosotros conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea,” pero parece que somos incapaces de conectar esos hechos con las ansias sanas del corazón humano, con esa intuición de eternidad que todos tenemos, pero que acallamos por el día a día.
Hoy es día de dejar que venza esa íntima esperanza que todos tenemos y que compartimos en la Iglesia. Es día de gritar ¡Aleluya! y enterrar nuestro afán de “cosas” para “aspirar a los bienes de allá arriba.” Si nos convencemos de esto nuestra mirada a la vida (y a la muerte), cambia radicalmente, en el día de hoy y siempre.
“Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.” Lo cantaremos muchas veces en estos días. Corramos nosotros también a hacerlo realidad. Dejemos las tristezas, nuestros pensamientos egoístas, nuestras tontas alegrías para abrazarlos a la verdadera Alegría. El Señor actúa y sigue actuando.
La Virgen, tras depositar a su hijo en el sepulcro, no tendría la intuición de que algo pasaría, tendría la certeza de que Dios no defrauda, esperaría -serena y en paz-, el volver a abrazar a su Hijo y, en Él, a ti y a mí , que tan necesitados estamos del abrazo de la Madre.