Hechos de los apóstoles 3, 1-10; Sal 104, 1-2.3-4.6-7.8-9; san Lucas 24, 13-35

Menudo revuelo están armando algunos con lo del evangelio de Judas. De pronto media humanidad se ha vuelto un experto en Biblia, hermenéutica y exégesis. El viernes Santo me pedía una mujer de mi parroquia que se lo explicase, que su marido estaba muy preocupado con ese asunto. El marido que no viene nunca a Misa, que debe llevar sin leer una página de los Evangelios canónicos unos cuantos años y que el asunto religioso es algo que delega en su mujer, ¡ahora está muy preocupado por el evangelio de Judas!. Le a la mujer una sugerencia: que gastase su tiempo leyendo los Evangelios y se dejase de frivolidades.
“¡Qué necios y torpes sois para entender lo que anunciaron los profetas!” Lo mismo diría hoy el Señor a tanto pretendiente a teólogo y a tantos que se llaman teólogos y pretenden tener siempre la razón. Pero me imagino que tantas veces me lo dirá a mí, cuando me niego a hacer lo que Dios quiere y me pongo a divagar con mi vida. Somos especialistas en debates insulsos y sin sentido. Sólo hace falta encender la radio o la televisión para darse cuenta de esto. Pero ni tan siquiera eso es necesario. Basta con mirar la última vez que te alejaste de Dios. Sí, “habías oído …” “te habían dicho …,” pero volviste otra vez hacia tu pueblo, hacia le hombre viejo, al hombre sin Dios, esclavizado en el pecado.
El domingo que viene, mejor aún, hoy si te decides a ir a Misa, verás al Señor “tomar el pan, pronunciar a bendición” y dársenos. Y aunque lo sabemos, aunque en el fondo de nuestro corazón sabemos que es lo más grande que podemos recibir, seguimos pidiendo a Dios “otras cosas.” “No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar.” Y aún así seguimos pidiendo plata y oro, seguimos divagando en nuestros pensamientos en vez de dar razón a los hechos. Seguimos prefiriendo el Evangelio de Judas al de San Juan. El atasco que formamos muchos cristianos camino de Emaús es mayor que el que se genera cada vez que hay vacaciones en las carreteras españolas. Muchas veces miro a los cristianos, a mí el primero, y veo una banda de personas desencantadas, tristes, cariacontecidas, desconfiadas. Cuando vemos que alguien vuelve corriendo a Jerusalén pensamos que está loca. “Ya sabemos lo que pasó allí,” no hace falta que nadie nos lo cuente. Y seguimos caminito de Emaús, a encontrarnos con nosotros mismos.
No, esta Pascua tenemos que gritar el Aleluya de corazón, desde la cima del Calvario y desde el sepulcro vacío. Tenemos que dejar que “arda nuestro corazón” y no dejar que se pare entre el colesterol del desánimo y el acostumbramiento. ¡Cristo ha resucitado!. Creemos que lo sabemos pero no nos damos cuenta, volvemos una y otra vez al hombre viejo, como si todo hubiera sido un mal sueño. ¡Cristo ha resucitado! Estas palabras bastarían para hacer la oración toda la Pascua y toda la vida.
A la Virgen no le hacía falta más tema de oración, el hablaba de tú a tú con el que está vivo, con su Hijo. Pídele que nos enseñe a hablar así con Él y no dejarnos llevar por novedades que nacen muertas.