Hechos de los apóstoles 5, 27-33; Sal 33, 2 y 9. 17-18. 19-20; san Juan 3, 31-36

Si me preguntasen qué es lo que más me gusta hacer en este mundo, no titubearía:
por encima de todo, me gusta celebrar la misa. Cuando Dios me acoja en su seno, me
acercaré al «altar del cielo», y pasaré la eternidad pegadito a él. Y, en segundo lugar, me
gusta hablar de Dios. Cuando empiezo, no encuentro la forma de terminar; creo que
sería capaz de pasar días enteros hablando de Dios sin detenerme, ni para dormir, ni
para comer, hasta caer exhausto de alegría. Cuando predico, tengo que tener el reloj
delante y hacerme violencia, llegada la hora, para cerrar los labios. Por consideración a
las familias que asisten a misa los domingos, escondo en un bolsillo junto al pecho,
durante la misa, mi agendita vibradora, que se encarga de tronchar mis homilías a los
ocho minutos de comenzadas. Pero, si no fuera por ella, se me haría de noche hablando
de Dios. Mucha gente me pregunta si no es demasiada esclavitud el atarme a esta
paginita cada día, durante ya casi dos años, en invierno y en verano, de vacaciones y en
época laboral, con salud o griposo… ¡Qué va! Lo paso realmente bien cuando me siento
a escribir sobre Dios. Tan sólo me atormenta el haberme sujetado, voluntariamente, a la
extensión máxima de un folio. La mayor parte de los días paso más tiempo recortando
mi comentario que lo que tardé en escribirlo. Hoy leo que Dios «no da el Espíritu con
medida», y lo entiendo: a mí me tiene desbordado, inundado, aturdido y sobrecogido.
Pero me cuesta admitir que yo tengo que darlo «con medida», pegado al reloj y al folio…
¡Voy frenado! Sin embargo, así debe ser.
Me gusta el deporte, me gusta -y mucho- comer, me gusta la música, me encanta
toquetear el ordenador y llevarlo al límite… No me privo de nada de eso si puedo
gozarlo… Pero me gusta más hablar de Dios. Dios es muy bueno…
«¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése?»… ¿Y qué
iban a hacer aquellos hombres, si disfrutaban hasta llorar de gozo hablando de Cristo?
«El que Dios envió habla las palabras de Dios», mientras que «El que es de la tierra es
de la tierra y habla de la tierra».
Yo no te digo que tengas que hablar «sólo» de Dios: no estaría bien, porque eres
laico y vives en el mundo. Tienes que saber hablar de fútbol, de la engañifa del BBVA,
de política y del tiempo… Pero sabes que, en determinados momentos, debes dar
testimonio de tu fe. Si yo te pidiera que, cuando ese momento llegue, no fueras cobarde,
te estaría pidiendo muy poco. En nombre de Dios te pido que, llegada la hora del
testimonio, disfrutes. Que quienes te escuchen hablar de Dios vean brillar tus ojos; que
puedan reírse a gusto -¡si quieren!- viendo lo enamorado que estás… ¡Que vibre el aire
cuando pronuncias el nombre de Jesús! Claro que, para eso, tienes que rezar hasta caer
en Amor. Que la Reina de los apóstoles te conceda saborear la alegría de tener en los
labios el nombre de Jesús; mira que, en el salmo, has dicho: «gustad… qué bueno es el
Señor». Y, en fin, ya me he vuelto a pasar. Voy a por la tijera.