san Juan 1, 5-2, 2; Sal 102, 1-2. 3-4. 8-9. 13-14. 17-18a; san Mateo 11, 25-30

«Era ya noche cerrada (…) Soplaba un viento fuerte y el lago se iba encrespando»…
Tenemos muchos lectores donde ya es noche
cerrada y la tormenta está llenando de miedo los espíritus. Israel, la tierra del Señor, está
envuelta en tinieblas mientras un viento de muerte hace crepitar los corazones.
Argentina aún tirita de frío. En Afganistán, donde ya oscureció hace tiempo, es la tierra
misma la que se levanta en olas de pánico. África lleva muchos años temblando. La
mitad de Asia está acogotada de pobreza y de miedo… Estos escándalos occidentales,
tan nuestros, por un «quítame allá ese banco» y con millones de euros en juego, son
entretenimientos de burgueses comparado con la que está cayendo fuera de nuestro
«precioso» invernadero. Hay mucha, mucha gente, preocupada por conservar, no los
euros, sino la vida… Nosotros vivimos bajo luces de neón; pero fuera es de noche, y la
tormenta es cruel. El mundo -no nosotros, el mundo- está temblando.
«Vieron a Jesús que se acercaba a la barca, caminando sobre el lago, y se
asustaron». ¿Cómo no iban a asustarse al escuchar el nombre de Dios, si ha sido
precisamente a los moradores de la tormenta a quien se les anunció a un dios que mata?
A mí también me daría miedo encontrarme con un dios que adosa bombas en los pechos
de los hombres, y de un estallido los lleva al «paraíso» en medio de una sangría. A mí
también me daría miedo el nombre de Jesús si el sacerdote, al subir al presbiterio
vestido como un guerrillero, pusiera dos pistolas encima del altar y predicase al «dios de
los pobres», como si fueran armas lo que el Creador ofrece a sus pequeños… Todo eso
ha sucedido, todo eso y mucho más que callo por pudor. No me extraña que muchos, al
escuchar «Dios», se pregunten: «¿En nombre de quién vas a matarme?».
«Pero él les dijo: «Soy yo, no temáis»»… Hermanos míos: ¿Podréis todavía escuchar
esa voz que, manando de una zarza, acarició los oídos de Moisés? Es la voz de un Jesús
que no levanta las tormentas, sino que, glorificado y vivo para siempre -¡Es Dios de
Vida, y no de muerte!-, camina sereno y mira sonriendo a los ojos temerosos de cada
hombre mientras dice: «Soy yo, no temáis»… Ni las bombas, ni la pobreza, ni las pistolas
ni los falsos profetas pueden apartarnos del Amor de Dios… Ése -¡ése, y ningún otro!-
es nuestro Tesoro, y nadie nos lo podrá arrebatar. Todo lo demás lo perderemos; se lo
tragarán las olas… Pero el Amor de Dios no lo perderemos nunca. La Paz verdadera, la
única paz posible, comienza en los espíritus y se propaga como un viento de gracia. Han
aquietado más la Historia los santos de lo que la han agitado los canallas… «Soy yo, no
temáis»… Muy queridos hermanos que tembláis en medio de la noche: mi oración es
hoy para vosotros. Os he subido a mi patena, y os presento ante Jesús Sereno y
Glorioso. Y, a la vez que os traigo el eco de las palabras de Cristo, quisiera envolveros
en el manto de María: Reina de la Paz, ¡Ruega por nosotros!.