Hechos de los apóstoles 9, 1-20; Sal 116, 1.2; san Juan 6, 52-59

Esta tarde, Dios mediante, serán bautizados seis jóvenes que conozco. Están entre los 17 y los 21 años. Todos se han acercado a la Iglesia por su amistad con otros católicos. ¿Quién dice que no es posible el apostolado en nuestros tiempos? Cuando se bautiza un adulto recibe, además, los otros sacramentos de la iniciación cristiana: la confirmación y la Eucaristía. Comentando con uno de ellos su próxima incorporación a la familia de los hijos de Dios me decía: “lo que más ilusión me hace es comulgar, después de veinte años.” Él no lo sabe, pero esta tarde, en la ceremonia se leerá este evangelio que trata precisamente del misterio eucarístico. Tengo la impresión de que Dios lo ha conducido todo para sorprenderle con esta caricia.

Dice Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Con estas palabras nos indica que la comunión no es una mera visita que hace a nuestro interior sino una unión más íntima. Jesús está en nosotros y nosotros en Él. Es una forma de expresar que no sólo nosotros tenemos deseos de estar con Él sino que también Él nos desea ardientemente. Además nos comunica su misma vida. Ser hombre o mujer eucarística significa estar íntimamente unido a Jesús.

El dogma dice que Jesús está en la Eucaristía con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Podemos tener una idea un tanto abstracta de la comunión. Cuando, por ejemplo, decimos que nos da la gracia, el lenguaje es verdadero. Pero no debe entenderse con que nos da algo de lo suyo, sino que se da a sí mismo. Viene Jesús, todo Él, bajo las formas sacramentales a nuestro interior. ¡Con qué fervor no hemos de prepararnos para recibirlo! Es Dios mismo, en persona, el que llega.

Si el Señor nos diera otras cosas, de mucho valor, quizás nos sería más fácil reconocer el don. Lo malo es acostumbrarse a recibir al Señor. Cuando el mismo se da, añadidamente, nos llegan muchos otros bienes espirituales. Es lógico, porque donde está Dios todo es maravilloso. Por eso una de las consecuencias más habituales de la comunión es la experiencia de paz y consuelo.

San Pedro Julián Eymard se extrañaba de que muchas personas, después de comulgar, apenas dedicaran tiempo a la acción de gracias. El insistía mucho en que se debía preparar la Misa (no sé qué diría si viera que muchos llegamos cuando ya ha empezado) pero, sobre todo, en descansar en Jesús después de comulgar.

De hecho el fragmento del Evangelio que hoy escuchamos forma parte de una explicación que dio Jesús en la sinagoga de Cafarnaún después de la multiplicación de los panes y los peces. Es lo que se conoce como el sermón del pan de Vida. Ese tiempo largo que el Señor dedicó a instruir a los judíos, después de haberles saciado el hambre física, es imagen del que nosotros debemos dedicar a escucharlo después de comulgar. La comunión es un milagro mucho mayor que la multiplicación de los panes. Allí comieron todos de un alimento que perece y satisfacía sus necesidades biológicas. En la Eucaristía todo hombre puede recibir al mismo Dios.

El mismo San Pedro Julián, por ello, insistía en no atosigar demasiado al Señor con fórmulas dichas de memoria. Claro que hemos de hablarle, pero también escuchar. ¡Cuántas cosas dulces no querrá susurrarnos el Señor cada vez que visita nuestra alma!
Que María, que dedicó muchas horas a mirar con afecto a su Hijo nos enseñe a contemplarlo y a estar atentos a todas las inspiraciones que quiere comunicarnos.