Hechos de los apóstoles 9, 31-42; Sal 115, 12-13. 14-15. 16-17; san Juan 6, 60-69

A partir de cierta edad uno es responsable de a quién hace caso. Refugiarse en la pluralidad de opiniones es un infantilismo. En ocasiones me he encontrado con personas que aparentaban perplejidad. Argumentaban, como resistencia a las enseñanzas de la Iglesia la oposición de algunos teólogos o de gente ilustrada. Así, en un ejercicio de aparente asepsia intelectual, evitaban seguir con radicalidad el Evangelio. Algunos con tal de no afirmar la verdad son capaces de auténticos malabarismos intelectuales. La resistencia aparece en expresiones como las que escuchamos en el Evangelio de hoy: “Este modo de hablar es duro ¿quién puede hacerle caso?”.

Y se resisten a unas palabras que Jesús mismo califica como espíritu y vida. Es decir, se enfrentan carnalmente al Espíritu y por eso no quieren aceptar las enseñanzas del Señor. Hay un modo de seguir a Jesús que consiste en edulcorar el Evangelio evitando en todo momento lo que pueda tener de exigente. Actuando de esa manera se pierde lo substancial y se acaba cayendo en un “eticismo”.

El cristianismo, sin embargo, consiste en adherirse a una persona. De ahí la pregunta de Jesús a sus apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Es fácil imaginar la escena. Un montón de personas que, hasta ese momento, habían buscado la compañía de Jesús porque se encontraban a gusto, de repente descubren que la propuesta cristiana es más profunda. Entonces se van, para no volver más. El Señor debió mirar con lástima a aquellas personas que no se atrevían a dar el salto. Quizás, consternado por ese hecho, dirigió la pregunta directa a sus apóstoles.

Una vez más es Pedro el que se adelanta a responder: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Nosotros nos reconocemos en esa respuesta. El lenguaje puede ser duro, pero no cabe duda de que lo que Jesús propone es muy distinto al lenguaje del mundo. En sus enseñanzas nada aparece disfrazado ni se intenta ocultar la verdad de las cosas. Al contrario, a pesar de los límites del lenguaje humano, en cada línea del Evangelio se perciben destellos de la eternidad. Además, quien se acerca a Jesús y empieza a caminar a su lado, aún sin entender casi nada, puede percibir que aquello es verdadero y que responde a lo que busca su corazón. Aún así queda la posibilidad de aceptarlo o rechazarlo. Es la gran realidad de nuestra libertad, que es mucho mayor de lo que nos gusta imaginar.

El reconocimiento de que sus palabras contienen una novedad absoluta en el mundo lleva a la constatación de que quien las pronuncia es divino. Es la segunda parte de la respuesta de Pedro: “nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo consagrado por Dios”.

Ayer hablaba con una muchacha que pensaba que era imposible ser feliz. Según ella era imposible encontrarse con alguien que pudiera saciar totalmente tus deseos de infinitud. Yo le dije que ese personaje existía, que se llama Jesús y que puede encontrarse con Él en la Iglesia. Además le cuestioné que no hubiera personas verdaderamente felices en el mundo y le di algunos ejemplos sacados del santoral. Conforme avanzábamos en la conversación iba asintiendo. Pero cuando le pregunté qué iba a hacer me dijo, “Dios no creó el mundo en un día sino en siete”. Así que habrá que seguir rezando y esperando. Lo que hemos escuchado en el Evangelio de hoy sigue sucediendo.

Que María nos ayude a reconocer a Jesús como el Salvador del mundo y a no apartarnos de sus palabras, que son espíritu y son vida, aunque a veces el lenguaje pueda parecernos excesivamente duro.