Hechos de los apóstoles 11, 19-26; Sal 86, 1-3. 4-5. 6-7; san Juan 10, 22-30

Durante estos días, en la primera lectura, escuchamos fragmentos del libro de los Hechos de los Apóstoles. Son los inicios de la Iglesia y sus acciones están consignadas con el sello del Espíritu Santo. Por eso se trata de un libro inspirado, al igual que las cartas apostólicas, y se encuentra en la Biblia que la Iglesia custodia y venera.

Jesús nos ha dejado la Iglesia, que perpetúa su presencia entre los hombres hasta el fin de los tiempos. Es una cosa maravillosa porque, adhiriendo cada vez más hombres Jesús va llegando a todos los pueblos. Lo vemos en el texto de hoy. Al principio los primeros cristianos sólo predicaban a los judíos, como había hecho el Señor. En un momento  dado, sin embargo, empezaron a hablar a los paganos de formación griega (helenistas). Y constataron que se convertían, porque la mano del Señor estaba con ellos. La Iglesia no hace nada sin Cristo y, Jesús, quiere llegar a los hombres a través de la Iglesia. El Concilio Vaticano II recordó la enseñanza tradicional de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Lo hizo con estas palabras: “Jesús, al inculcar con palabras bien claras la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por la puerta. Por esta razón no se podrían salvar aquellos hombres que, sabiendo que la Iglesia católica fue fundada por Dios por medio de Jesucristo como necesaria, no quisieran entrar o no quisieran permanecer en ella” (Lumen Gentium, 14). Esta afirmación no afecta, evidentemente, a los que sin ninguna culpa desconocen a Cristo y a su Iglesia.

Los seguidores de Cristo que estaban en Jerusalén enviaron a Bernabé a Antioquia para que observara lo que estaba sucediendo. Cuando Bernabé llega allí se alegra al descubrir lo que Dios está haciendo. Ve, más allá del trabajo de los hombres, la acción de Dios. Por eso en seguida se dan cuenta de que es voluntad de Dios que el Evangelio llegue a todos los hombres. Ese inmediatismo para reconocer la acción del Espíritu Santo, sin entrar en disquisiciones ni discusiones sin fin, era propio de los primeros tiempos y sería deseable en los nuestros. Alegrarse con las obras de Dios, se obren por medio de quien se obren, es un signo de sana catolicidad.

Al final de la primera lectura de hoy se dice otra cosa muy bonita. “Fue en Antioquía donde por primera vez llamaron a los discípulos cristianos”. No me parece que se esté dando un simple dato histórico, sino señalando una realidad teológica. Son cristianos, y lo somos también nosotros, porque participan de la misma vida de Cristo. Es más, porque Jesús continúa haciendo, en ellos y mediante ellos, las obras del Padre. En el Evangelio Jesús señala que da la vida eterna a sus ovejas. Esa vida eterna no es sólo la que nos espera al traspasar el umbral de la muerte en estado de gracia. Es también la vida del que es Eterno y que participa su vida a los hombres que se unen a Él por la fe y el Bautismo.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos mantenga unidos al Cuerpo Místico de Cristo y nos ayude a ser fieles a la vida divina que hemos recibido.