Hechos de los apóstoles 16, 11-15; Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b; san Juan 15, 26-16, 4a

Se han complicado las colonias de verano con los niños de la parroquia. El sitio que teníamos seguro ahora parece que es completamente imposible. Nos hemos quedado sin nadie que nos dé hospedaje, y a estas alturas de la vida será complicada. Hace unos años hubiéramos llevado unas tiendas de campaña y en cualquier prado hubiéramos acampado. Ahora hay que ir a una casa, llevar cocinera, buscar actividades alternativas y, encima, que sea barato.

“Si estáis convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa.” Estas palabras de Lidia son toda una coacción para Pablo y sus compañeros, pero una coacción que nace del agradecimiento por el don de la fe. Ahora, en tiempos tan materialistas y desconfiados, agradeceríamos algo con un poco de dinero o invitándole a algo, pero a pocos se les ocurriría meter a un desconocido en su casa. Parece que somos poco hospitalarios, cuando ésta ha sido una virtud en gran cantidad de pueblos y culturas. Pero dejar que alguien entre en nuestras casa, vea cómo vivimos y trastee nuestras cosas nos parece una falta de intimidad. Tal vez esa falta de hospitalidad nos haga más recelosos y desconfiados. Pero en esta recta final de la Pascua tenemos que recuperar la virtud de la hospitalidad.

No digo que metamos a alguien en nuestra casa (aunque si es necesario no deberíamos permitir que nadie viviese en la calle), pero sí tenemos que prepararnos para acoger al Espíritu Santo, el dulce huésped del alma. El Espíritu Santo se tiene que sentir (pues es así), como en su casa. Debemos dejarle que Él ponga y quite, coloque y ordene, tire lo innecesario y quite el polvo a lo olvidado. Puede parecer un huésped molesto, pero será la única manera de que nuestra vida de testimonio de Cristo.

“Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo.” Ahora que parece que hay tantos “entendidos” de la vida de Cristo, que dicen tantas tonterías, es un momento más apremiante para tratar al Espíritu Santo. Sólo Él, que actúa en la Iglesia y en nuestra alma en gracia, nos puede mostrar el verdadero rostro de Cristo, y darnos aliento y alegría en las dificultades.

Ser acogedores con el Espíritu Santo significa el derribar las puertas cerradas de nuestro corazón, el sacar a la luz lo escondido y estar dispuesto a que pueda iluminar cada rinconcito de nuestra vida. Puede parecer difícil, pero si no es Él el que ilumina nuestra vida dejaremos que nos invadan las tinieblas de nuestro egoísmo, de nuestra prepotencia o de nuestra soberbia. No pensemos que el estado ideal es tener nuestra alma para nosotros solos, eso nunca ocurre. O dejamos entrar al Espíritu Santo por la puerta, o se colarán por las ventanas la mentira y el pecado.

La Virgen María abrió de par en par las puertas de su vida al Espíritu Santo. Vamos a pedirle a ella que nos enseñe, en  estos días, a ser acogedores, a saber darle hospedaje y no dejarle marchar nunca.