Hechos de los apóstoles 18,23-28; Sa146,2-18-9.10; san Juan 16, 23b-28

Hablaba el otro día con un transeúnte, un trotamundos, un mendigo de estos que no te traen problemas, directamente te pide para un litro de vino y algo caliente, y se marchan a seguir su camino. Como algunos otros que conozco, no era un ignorante, tenía su carrera universitaria y durante un tiempo había ejercido su oficio. Su media cultural estaba muy por encima del actual programa de estudios español y, a su manera, había dado un sentido a su vida. Me recordó a otro que conocí hace años cuando me dijo: “Yo soy solo.” Me extraña siempre que utilicen el verbo “ser” para definir su soledad. A mí me saldría más bien el decir “estoy solo,” pero eso podría ser circunstancial. (Espero que a nadie se le ocurra traducir este comentario al inglés, lo tendría difícil). Volviendo a nuestro amigo él “es solo” Llegan a la soledad de dejarse de acompañar por ellos mismos y por eso no notan el olor ni la suciedad que les acompañan. No pude menos que decirle: “Pero Dios te acompaña,” y tras un breve momento de silencio me contestó: “Sí, ese sí.”

“El Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios.” Nunca abundaremos bastante en esta verdad. Dios no deja a nadie abandonado, nadie puede decir que está tan solo que se ha quedado sin Dios. Aunque queramos apartarnos de los hombres, de la sociedad, del mundo entero, Dios no se aparta de nosotros. Haría falta anunciar esto a los cuatro vientos. En España tenemos ese dicho: “Dime con quién andas y te diré quién eres.” Pues Dios ha querido andar con nosotros, contigo y conmigo. Con toda la humanidad, especialmente la que sufre, la que cree que no tiene nada. A veces pensamos que es mejor presentar como nuestro compañero de camino a nuestro orgullo, nuestra soberbia, nuestro dinero, nuestro poder, e incluso hay algunos tan obtusos que se desviven por presentar como compañero de camino a su coche. Pero llegará el día en que te humillen, en que te arruines e incluso que pinches una rueda y entonces te darás cuenta de que el único que no se irá de tu lado, por muy poco caso que le hayas hecho en muchos años, es tu padre Dios.

“Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis.” A veces le pedimos a Dios un sustituto suyo: “Quiero tener más dinero, más salud, más éxito, más …” y creemos que el Señor no nos quiere porque no nos lo concede. No nos damos cuenta que no nos lo da porque nos quiere. Si fuésemos capaces (lo somos en la oración verdadera), de mirarnos con los ojos de Dios, nos daríamos cuenta de que “no somos solos” y llegaríamos, como los místicos, a la verdad de que sólo Dios basta.

Hoy no hemos hecho ni caso a San Pablo, le hemos dejado en la compañía de Apolo. El mes de mayo está llegando a su fin, si miras las manos de María verás que nunca están vacías, te ofrecen lo mayor que puedes pedir: a Cristo.