Hechos de los apóstoles 20, 17-27; Sal 67, 10-11. 20-21; san Juan 17, 1-11a

Llega la «hora» de su Pasión… Y Jesús reza «levantando los ojos al cielo». Si, a lo
largo de su vida, nada había hecho Jesús sin orar, llegado el momento del sacrificio
supremo, la oración de Jesús es especialmente intensa: tanto en el Cenáculo, donde tuvo
lugar esta «oración sacerdotal» que hoy comenzamos a meditar, como, poco más tarde,
en Getsemaní, será el diálogo con su Padre el que proporcione a Jesús las fuerzas
necesarias para llevar a cabo la obra de la Redención.
«No puedo»… «Es muy difícil»… «¡Qué horror!»… «Imposible»… «¡Nada, no hay
manera!»… Son expresiones mil veces repetidas, y de mil modos distintos, por personas
que intentan levantar la Cruz «a pulso», sin una vida interior sólida. No rezan, pero
quieren ser generosos; no dedican tiempo a la lectura del Evangelio, pero quieren llevar
con alegría las contrariedades de la jornada; no desgranan las cuentas del Rosario, pero
quieren vencer rencores y odios… Y no pueden. El propio Jesús, que al ser clavado en la
Cruz rehusó beber el analgésico de vino y hiel, sin embargo no quiso prescindir en su
Pasión del diálogo con su Padre… Y muchos, que se atiborran de vino con hiel, que
buscan siempre «compensaciones» a cualquier contrariedad, sin embargo se privan de la
oración. No deberían extrañarse entonces de que la Cruz les aplaste.
Me figuro a tales personas como a quien intenta mover un automóvil a base de
empujones. Un terrible esfuerzo apenas les basta para desplazar el vehículo unos
metros, y, al dejar de empujar, el automóvil se detiene. Un día entero empujando será
suficiente para acabar con las fuerzas, la paciencia, y el aguante de cualquiera en un
«nopuedo-imposible-quéhorror-esmuydifícil»… Dan ganas de decirles: «¡Idiota, coge el
volante!»
«¡Idiota, reza!». La oración es el volante de la vida. Basta poner en marcha el «motor
del alma», para comprobar que, cuando se ora, la vida se mueve son enorme suavidad.
No desaparece el cansancio, ni tampoco el sufrimiento… Pero todo se realiza con
soltura, hasta los mayores sacrificios, y la vida rueda a una velocidad que jamás se
alcanzaría a empujones. Por eso me gusta decir que la oración es la «dirección asistida»
de la vida. ¿De verdad quieres vencer al pecado? ¿De verdad quieres soportar con
alegría las contrariedades y superar esos rencores y odios? Pues deja de empujar,
siéntate y reza.
Por intercesión de la Santísima Virgen pediremos, un día más, el Don del Espíritu
Santo. Que Él nos enseñe a orar, para que nuestras vidas, tan pesadas, vuelen hacia
Dios. Para que el «quéhorror-esimposible» se transforme en un «El Poderoso ha hecho
obras grandes por mí».