Sofonías 3, 14-18; Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6; san Lucas 1, 39-56

«María se puso en camino y fue aprisa a la montaña». Cuando se habla de este
pasaje evangélico, se suele resaltar el modo en que la caridad impulsó a la Santísima
Virgen, ya en estado de gravidez, a socorrer a su prima en los últimos meses de su
embarazo. En este discurso, el adverbio «aprisa» expresaría la urgencia del amor
cristiano. Luego, el detalle del itinerario: tres días de camino en caravana, y un ascenso
final, quizá a pie, hasta lo alto de los riscos de Ain-Karem, realizados por una jovencita
encinta a quien mueve el espíritu de servicio. Coronaría la plática una referencia a los
saltos del Bautista en el seno materno, convertidos en una defensa del concebido no
nacido… Nada tengo contra este discurso; lo firmo en todos sus pormenores. Pero me
parece un discurso «moral», muy adecuado a este siglo XXI que a veces confunde el
evangelio con las fábulas de Esopo y desea una moraleja detrás de cada pasaje. ¿Seré yo
muy osado si me atrevo a ofrecer otra explicación?
Situémonos un versículo antes, en aquel «y el ángel, dejándola se fue» de Lc 1, 38…
Y contemplemos. ¿Cómo quedaría aquella joven purísima tras la celestial visita? No es
difícil deducir que María quedó sumida en una alegría incontenible. He dicho
«incontenible», porque cualquiera de nosotros, después de un suceso así, hubiéramos
deseado lanzarnos sobre el teléfono para reventar de gozo ante quien pudiera compartir
nuestra dicha: el director espiritual, el amigo íntimo, el padre o la madre, la mujer o el
marido… A alguien se lo tendríamos que contar, porque de otro modo la noticia nos
abrasaría en el pecho. Pero María no podía hablar; sabía que era la depositaria del
secreto de Dios, y que nadie podría entender aquel anuncio recibido de labios de un
ángel… Y, por eso, la Virgen se abrasaba de gozo. La imagino por las noches en su
cama, abiertos los ojos buscando las estrellas y preguntándose: «¿a quién se lo cuento?
¿a quién se lo cuento?»… Hasta que, en una de las mil veces en que repasaba, palabra
por palabra, aquel mensaje, entendió que el propio Gabriel había abierto una puerta a su
alegría: «Ahí tienes a tu pariente, Isabel»… ¡Isabel! ¡Probablemente, ella estaba en el
secreto!… Y se fue; se fue aprisa, con las prisas de quien está por estallar de júbilo. Y
durante tres días, viajando en una caravana, repasó sobrecogida el Antiguo Testamento
encontrándose anunciada en cada página mientras gestaba el Magnificat.
Llegada hasta la puerta, quizá una última duda: ¿de verdad lo sabe? Y el Espíritu
Santo despejó la incógnita con las palabras que puso en boca de la anciana: «¡ Bendita
tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite
la madre de mi Señor?»… ¡Lo sabe! Y las puertas del gozo, que como un dique habían
sellado el Inmaculado Corazón de la Virgen, se abrieron, y el júbilo brotó a raudales:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor»… No hay moraleja. Ni falta que hace.
Contempla la escena, llénate de luz, y sonríe. Es fiesta.