san Juan 21, 15-19; Sal 102, 1-2. 11-12. 19-20ab; san Juan 21, 15-19

Habían transcurrido más de dos años desde que, mientras aquel joven rico se alejaba
con el «no» en los labios y la amargura en el rostro, los apóstoles contemplaran la
tristeza grabada en la faz del Maestro. La mirada de Jesús se perdía tras la silueta de
aquel hombre a quien había amado, y las lágrimas asomaban a sus ojos. Entonces
Simón, movido por el deseo de consolar al Señor, quiso aplicar el bálsamo de su propia
fidelidad sobre la dolorosa llaga de aquella deserción: «Ya lo ves, nosotros lo hemos
dejado todo y te hemos seguido…»(Mt 19, 27). ¡Pobre Simón! Pensabas, en tu
insensatez, que serías capaz de estar a la altura de un Amor tan grande. Quizá soñaste
que, frente a las traiciones de los demás, tú siempre podrías avalar tu cariño a Jesús con
tus buenas obras… Y así, cuando, dos años más tarde, el Maestro anunció que lo
abandonaríais como las ovejas al pastor herido, te adelantaste a gritar: «¡Aunque todos
se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré!» (Mt 26, 33)… «¡Aunque tenga que
morir contigo, yo no te negaré!» (Mt 26, 35)… ¡Pobre Simón!
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»… ¿Qué dirás ahora, Simón? ¿Vas a
poner también tus obras por delante? ¿Podrás afirmar, como entonces, «nosotros lo
hemos dejado todo y te hemos seguido», después de haber negado tres veces a Jesús?
¿O quizá, puesto que quisiste un día medir el amor por las obras, dirás avergonzado
«Señor, no te quiero»?
Llegados a este punto, muchos cristianos son asaltados por una estúpida vergüenza.
Considerando sus pecados, tienen por humildad decir: «no amo al Señor». Los cursis
todavía retuercen más el argumento: «no amo al Señor, pero quiero amarlo»… Seamos
claros: si a mí alguien me dijese: «no te amo, pero quiero amarte», le sacudiría un
soplamocos del doce. «¿Tan feo soy? ¿Tan desagradable me consideras, que tienes que
hacer esfuerzos para amarme?»… Nuestra generación, tan moralista ella, ha convertido
el amor en virtud, y ahora cree que la humildad pasa por negar el cariño. Pero, digan lo
que digan, el amor no es virtud sino enfermedad, y enfermedad gozosa. La humildad no
pasa por ahí.
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero»… ¡Bravo, Simón! No podías poner
por delante las obras, porque sólo te quedaba tu traición. Pero tampoco podías negar el
amor, porque tu pecho se abrasaba. Entonces apelaste a la omnisciencia divina: «Señor,
yo soy un desastre. No has recibido de mí más que ofensas. Cualquiera que me viese,
pensaría que no te amo… Pero Tú, que lo sabes todo, sabes que te quiero con toda mi
alma, y que mi amor llora porque no sabe expresarse con obras que estén a la altura de
lo que yo siento. Aunque todos lo duden, no lo dudes Tú: ¡Te quiero!»… Yo me apunto,
Simón, a esa oración. Y, desde ahora mismo, la pongo en manos de la Virgen para que
cada día se la presente, en mi nombre, a Jesús. Aunque, si pudiera ser, me gustaría que
cada mañana la pronunciases, Madre Mía, un poquito más fuerte. Amén.