Reyes 18, 41-46; Sal 64, 10. 11. 12-13 ; san Mateo 5, 20-26

Dice Orígenes que ¨nadie puede alcanzar nada por la oración si no ora con buenas disposiciones y con una fe recta¨. La vida espiritual no es un mecanicismo. Ni siquiera podemos conformarnos con una serie de hábitos exteriormente buenos. Lo que el hombre religioso hace lo hace, principalmente con su corazón. Lo exterior refleja, desborda, la interioridad, pero nunca la suple. Por eso Jesús nos recuerda hoy que quien quiera presentar su ofrenda ante el altar no puede hacerlo si está enfrentado a su hermano. Entendámoslo bien. No está diciendo Jesús que no debamos ir a Misa si estamos enfadados con alguien. A lo que se refiere es a que no podemos pretender servir a Dios y, al mismo tiempo, olvidar la caridad.

Dicho de otra manera: no podemos reducir nuestra relación con Dios a una especie de cuenta de resultados en la que hay un debe y un haber. Alguno podría pensar: odio a mi hermano pero hago sacrificios, así que ante Dios igual no soy un gran santo pero merezco un aprobado¨. Esa forma de pensar es temeraria, porque lo que caracteriza al cristiano es la unidad de vida. Lo superior vence a lo inferior. Igual que nuestra alma racional debe imponerse a nuestra naturaleza animal, también la vida espiritual debe regirlo todo. De esa manera aunque muchas veces sea justificable un enfado o comprensible el que alguien nos caiga mal porque nos ha hecho daño, siempre debe imperar la caridad. Es tal la fuerza de la gracia que no debemos caer en componendas. La comprensión con la debilidad humana, también la nuestra, no justifica el más mínimo pecado. Vemos, por tanto, que no se trata de hacer cosas buenas, sino de ser bueno.

En ese mismo sentido se entiende la primera enseñanza del evangelio de hoy. Jesús no deroga la ley sino que la lleva a cumplimiento. Muestra todas las exigencias que se ocultan debajo de los preceptos dados a Moisés. De ahí que insultar a otro, sin tener la gravedad del homicidio, forma parte “de la misma familia”. Quien insulta o denigra a otro de alguna manera lo mata, porque todas esas faltas son contrarias al amor y ayudan a engendrar el odio. Jesús, al mostrarnos la profundidad de los mandamientos, evita que caigamos en el mecanicismo. Un error extendido en nuestro tiempo es el del consecuencialismo ético. Parece que una acción es buena o mala sólo en función de sus consecuencias. Es una doctrina tremenda, porque alguien podría hacer un gran mal y que, por carambola o providencia, acabara apareciendo un bien, o los resultados no fueran tan temibles. El misterio del pecado se juega en el corazón.

Jesús, al darnos esas indicaciones nos previene del funambulismo ético. A veces nos gusta caminar sobre la cuerda floja con la excusa de que lo que hacemos no es tan grave. Se trata de las arenas movedizas del pecado venial. Aparte de que es muy difícil nadar en esas aguas sin acabar cayendo en el pecado mortal nos privamos de vivir la plenitud de la gracia y, por lo mismo, nos alejamos de la felicidad para la que hemos sido creados.

Pidámosle a María, siempre fiel a la gracia, que nos ayude a vivir las exigencias de los mandamientos con gozo sin escatimar nada a Dios, que nos lo ha dado todo.