Éxodo 24, 3-8; Sal 115, 12-13. 15 y 16bc. 17-18; Hebreos 9, 11-15; san Marcos 14, 12-16. 22-26

Las lecturas de este año colocan el acento en el carácter sacrificial de la Eucaristía. En la primera lectura se explica el sacrificio de comunión que manda Moisés como ratificación de la Alianza. Sabemos que el pueblo iba a ser incapaz de cumplir su parte del trato. De hecho, toda su historia está llena de transgresiones e infidelidades. Pero ofrecieron una víctima como deseo de guardar el pacto. Las víctimas que rememoraban la Pascua, la salida de Egipto, eran sin defecto físico. Pero habrá que esperar a Jesús, víctima sin defecto, es decir, sin pecado, para que el sacrificio alcance su plenitud. De ahí que la carta a los Hebreos hable de sacrificio sin mancha. Sólo él tiene capacidad para redimir. Por lo mismo, el fuego que consumía la víctima ha sido sustituido por  el Espíritu Santo. Jesús, en el evangelio que hoy se proclama, señala que su sangre es derramada para la remisión de los pecados. Ese sacrificio, cumplido en la pasión de Cristo, y anticipado en la Última Cena, se rememora en cada celebración de la Eucaristía. Así todo el anhelo del hombre de ofrecer algo digno a Dios con lo que estar en paz con Él y ser de su agrado, que observamos en tantas formas imperfectas de los cultos primitivos, es asumido por Cristo y satisfecho sobre el altar.

Recuerdo que cuando asistía a la catequesis infantil el sacerdote nos hizo memorizar unas definición: “La misa es el sacrificio que Jesús, junto con todos nosotros, ofrece a Dios Padre”. No podía yo entonces pensar que aquellas palabras me abrirían a comprender un aspecto fundamental de este sacramento. Participar de la Misa supone unirse a esa ofrenda a la que Dios corresponde, siempre con generosidad inconmensurable, dándose él mismo como alimento en la comunión. Celebrar la Misa es ofrecer. Y el sacramento tiene la capacidad de que a través del rito nosotros podamos participar de aquel momento singular en que Jesús se ofreció por todos los hombres en la Cruz. Al mismo tiempo Jesús nos sale al encuentro bajo las especies eucarísticas. Por la Eucaristía, como indica la carta a los Hebreos, se purifica “nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo”.

Alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, podemos hacer de nuestra propia vida una ofrenda agradable al Padre cuya máxima expresión es la vivencia de la caridad. Ella es participación del mismo amor con que Jesús ofreció su vida por los pecadores en cumplimiento de la voluntad del Padre. La siguiente anécdota de la Madre Teresa de Calcuta ilustra este hecho. Explica ella: “Un día recogí a un hombre que yacía en el arroyo. Su cuerpo estaba cubierto de gusanos. Le llevé a nuestro hospicio, y allí ¿qué dijo este hombre? No profirió ninguna maldición. No censuró a nadie. Simplemente dijo: ¡He vivido como un animal en la calle, pero voy a morir como un ángel, como alguien que ha sido amado y de quien se han ocupado! Necesitamos tres horas para lavarle. Finalmente el hombre dijo: Hermana mía, regreso a casa, a Dios. Y después murió. (…) Es posible que la joven hermana no lo hubiera pensado en el momento, pero ella había tocado el cuerpo de Cristo”.

La vivencia de la Eucaristía supone llevar toda la vida al altar y lo que se nos da en la comunión traerlo a la vida. Así lo hacía la Madre Teresa y en su vida reconoció muchas veces a Cristo, porque amaba las cosas con Él. En la Eucaristía aprendemos a hacer las cosas con Jesús.