Isaías 49, 1-6; Sal 138, 1-3. 13-14. 15 ; Hechos de los apóstoles 13, 22-26; san Lucas 1, 57-66. 80

Juan Bautista es uno de esos personajes que da de qué hablar desde el principio. Ya en el vientre de Isabel saltó de alegría cuando ésta fue visitada por su prima Santa María. Muchos autores han visto en ello un signo de la vida interior, la del Espíritu Santo que mueve los corazones de sus elegidos. Pero además su nacimiento fue acompañado por el silencio de Zacarías, preludio de ese otro largo silencio del desierto en el que Juan se convertiría en la voz de la Palabra. Muchos días en la soledad y la oración para al final poder hablar sólo las cosas de Dios despojadas de cualquier idea propia. Ese es Juan. Un hombre consciente de su papel de precursor que desea en todo preparar los caminos del Señor. La vida de Juan nos enseña muchas cosas. Fijémonos en una. Desde que nace todos se preguntan: “¿Qué va a ser este niño?”. Pregunta que deberíamos hacernos de cualquier hombre, porque todos, aunque no sea igual de importante, tienen una misión en el plan de Dios. Y la vida de Juan se ordenó desde el principio a ese fin. Nadie puede improvisar su historia. Tampoco nosotros. Siempre damos pequeños pasos en los que ponemos en juego nuestra libertad. Así lo hizo Juan siendo fiel a esa gracia que recibió ya en el seno de Isabel. Por eso celebramos la fiesta de su nacimiento, porque fue santificado en las entrañas y nació santo.

Conocemos su vida de penitencia en el desierto y su poder de convicción que no nacía de su presencia atractiva sino del convencimiento de sus enseñanzas. Cuantos acudían a ser bautizados por él junto al río Jordán comprendían una cosa: debían cambiar de vida. Por eso la pregunta frecuente que le dirigían era, ¿qué debemos hacer?. Juan era maestro, pero no de conceptos, sino de vida. Enseñaba existiendo. Ante él se conmovían todos y acudían personas influyentes y gentes sencillas. Su vestido semisalvaje, su alimentación frugal y silvestre, eran auténtica penitencia al servicio de un fin: “Que Él crezca y yo mengüe”. Sólo buscaba la gloria de Jesús, y a él lo dedicó todo. Su vida fue coronada por el martirio. La lascivia de un rey corrupto, agitada por la seducción de una bailarina, costó la cabeza de Juan, servida en bandeja de plata, lo que aún le debió resultar más doloroso a él, hombre acostumbrado al suelo y a las privaciones del desierto.

Pero había cumplido bien su misión de conducir a muchos hacia Jesús. Lo hizo con su palabra y con su vida. En ello es un modelo para todos nosotros. Pero no nos engañemos. Lo suyo no fue una puesta en escena bien lograda. Debajo de su éxito subyacía una profunda vida interior moldeada en el silencio profético de Zacarías y y el silencio real del desierto. Soledad y silencio para la oración, para dejar que Dios hable y para corregir mediante la penitencia los defectos. Silencio en el que se forjan los apóstoles que no conocen la limitación de las circunstancias porque se bastan con la fuerza de la consagración. Juan es un modelo para nuestro tiempo en que los hombres tienen que seguir siendo conducidos a Dios. Frente a la tentación de los análisis y de refugiarse en técnicas o discusiones inacabables, un mensaje claro: oración y penitencia, fidelidad a la vocación desde el principio, cultivo de la vida interior y mirada puesta en Jesús, el único que salva a los hombres.

Que la Virgen, que con su visita a Isabel hizo que Juan saltara de alegría, nos guíe a todos nosotros por los caminos de la vida interior.