Oseas 14, 2-10; Sal 50, 3-4. 8-9. 12-13. 14 y 17; san Mateo 10, 16-23

Es viernes. Cada semana, al llegar este día, la Iglesia trae hasta nosotros una llamada
al arrepentimiento; las laudes comienzan con el rezo del salmo 50, el «miserere» que
escribió el rey David tras haber cometido pecado de asesinato y de adulterio. Por la
tarde, levantaremos los ojos hacia quien ha cargado con nuestras culpas en la Cruz.
En la misa de hoy, el profeta Oseas parece hacerse eco de esta «armonía litúrgica», y
presta sus labios a un Dios enamorado que nos llama desde lejos para poder tenernos
cerca: «conviértete al Señor, Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado». No te
engañes; aún estás lejos de Dios. Es cierto que rezas, que buscas, que dices ser
cristiano… Pero tu vida se apoya aún en las criaturas: ¿o no es verdad que te vienes
abajo cuando los demás no responden a tus expectativas, o cuando fracasas en tus
empeños personales, o cuando te tratan mal o, simplemente, quedas mal ante otros? Si
tu vida se apoyara sólo en Dios, ¿por qué te caes cuando te fallan las cosas de este
mundo? Aún tienes otros dioses. Aún no estás preparado para que se cumplan en ti las
palabras que hoy nos trae el evangelio: «os entregarán a los tribunales, os azotarán en
las sinagogas…» ¿Puedes prescindir de todo consuelo humano sin perder la paz?
¿Puedes subir a la Cruz y beber el cáliz del Señor?
Di, con Israel: «no volveremos a llamar Dios a la obra de nuestras manos»; practica
hoy la mortificación, privándote por Dios de algún consuelo sensible en señal de
penitencia (recuerda que los primeros cristianos ayunaban todos los viernes), y escucha
entonces la respuesta de Yahweh: «Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo
merezcan». Cuando, esta tarde, contemples la Pasión de tu Redentor, déjate abrazar, al
pie de la Cruz, por María, y dime si no se han cumplido estas palabras, hoy, en ti.