Miqueas 6, 1-4. 6-8; Sal 49, 5-6. 8-9. 16bc-17. 21 y 23; san Mateo 12, 38-42

Los fariseos acaban por cansar a uno. Realmente Jesús demostró una paciencia extrema con ellos. En ella descubrimos también la que tiene para con nosotros. Pero, de vez en cuando, el Señor los amonesta para ver si entran en razón. En el Evangelio escuchamos que le piden un signo. Lo hacen como diciendo: “si nos das una señal convincente te creeremos”. No es difícil imaginarse la cara de esos incrédulos cuyo único entretenimiento debía ser encontrar excusas para no creer. La verdad es que son personajes que me fastidian bastante, así que debo fijarme en si yo no soy uno de ellos. Porque muchas veces reprobamos en los demás los mismos defectos que nosotros tenemos.

¿Acaso no le pido señales al Señor? Pienso que como sacerdote he caído en la tentación de ver que mi predicación o mi trabajo apostólico daba fruto. Necesitaba ver para creer. Conozco almas absolutamente desoladas que son fieles a su vocación. No ven nada, se les han negado todos los consuelos y no dejan de fiarse de Aquél que las ha llamado. Y yo sigo necesitando signos. Soy como esos fariseos. ¿Qué se esconde detrás de esa petición?

Si no se da la señal que no espero tengo un argumento irrefutable, ante mis ojos claro, para no moverme. Para dejar de trabajar o simplemente para abandonarme a la pereza. Hay quien deja de rezar porque dice que Dios no le contesta. Y hay quien abandona las obras de caridad porque nadie se lo reconoce. ¿Son esos los signos que buscamos?

Jesús arremete contra esos negociantes de la fe, que no quieren creer sino ver, apelando a testigos curiosos. Como dice san Efrén no cita a los profetas ni a los reyes, sino a los ninivitas y a la reina del Sur. Los ninivitas cambiaron de vida con la predicación de Jonás y aquella reina se puso en camino porque oyó hablar de la sabiduría de Salomón. Jesús los cita como personas que recibieron un signo. ¿Cuál fue este? Fue la predicación y el testimonio.

Los fariseos, como nosotros, lo tenían fácil. Veían cómo actuaba Jesús y podían escuchar su predicación. Contaban con elementos suficientes para verificar si lo que Jesús decía era verdad o no. Porque Cristo no hablaba de algo que estaba más allá de la tierra, perdido en medio del Universo, sino que se refería al problema del corazón del hombre. Por tanto experimentar era fácil. Lo era para ellos y para mí. Si se tratara de una prueba astronómica o de una ley física tendría sentido que yo pidiera una señal. Pero cuando me hablan de lo más íntimo de mí, la forma de comprobar si aquello es verdad o no es poniéndolo en práctica. Para aquellos hombres, como para nosotros, saber si Jesús dice la verdad o no es cuestión de aplicarnos el Evangelio. De ver si haciendo caso de Jesús tengo más paz o no, soy más feliz o menos, gano o pierdo.

Que la Virgen María, que ponían en práctica cuanto veía y escuchaba de su Hijo nos ayude a reconocer los signos de Dios en nuestras vidas.