Reyes 19,4-8; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9; san Pablo a los Efesios 4, 30-5, 2; san Juan 6,41-51

Aunque sea una enfermedad especialmente popular en nuestros días (ya oigo decir que la contraen hasta los animales, envidiosos de la patología de nuestra especie), no pensemos que la depresión la hemos inventado hoy. Esa imagen de Elías que nos trae la primera lectura, agotado y sentado bajo una retama, esperando la muerte, es todo un cuadro clínico: su horizonte vital se ha cerrado de tal manera, que ya no le queda sino esperar el desenlace. No hay nada por delante, no hay ilusión que le anime a dar el paso siguiente.

Conozco a muchas personas que, sin estar clínicamente enfermas, se hallan en la misma situación: la sociedad de nuestros días ofrece al hombre una prosperidad terrena que no hubieran ni alcanzado a soñar nuestros antepasados, pero cada vez son más las personas que, teniéndolo todo, sienten que no tienen nada: la libertad que le prometían los teléfonos móviles, ordenadores, DVDs y chalets con piscina era falsa, porque sus almas siguen vacías: su horizonte vital se ha embellecido, pero no se ha agrandado; de algún modo, en ese profundísimo vacío interior han intuido que el ser humano ha sido creado para algo más. Otros viven anestesiados, y ya confunden felicidad con satisfacción corporal. Son más dignos de lástima estos últimos, porque han olvidado la grandeza a la que estaban llamados, y se han recluido en una jaula que se les antoja palacio. Con todo, ambos tipos de personas tienen algo en común: están esperando a la muerte en un lecho de rosas (bastante poblado de espinas)… ¡Triste horizonte!

Como entonces a Elías, también hoy Dios llama al Hombre. Es Cristo resucitado quien nos despierta y nos muestra un horizonte nuevo: el camino de la santidad es apasionante: levantarse, dejarlo todo atrás, liberarse de la «falsa libertad» y vivir, ya en este mundo, la novedad de la vida eterna; embarcarse en una aventura de Amor con el mismo Dios, llenar la vida de sentido y romper los horizontes materiales, situándose ante la misma eternidad en cada momento… «El camino es superior a tus fuerzas». Es cierto, no se halla a nuestro alcance. Para vivir así, dependemos del mismo Dios. Por eso, la Eucaristía no es un precepto, ni una devoción: es el alimento que Dios pone en nuestros labios para que tengamos vida eterna. Es la fuerza que necesitamos para recorrer la senda de la santidad. Es el Pan vivo bajado del Cielo, que vuelve a subir al Cielo llevando al Hombre consigo. El mismo Dios que nos ilusiona con la eternidad nos ofrece el alimento que nos hace capaces de alcanzarla. Recibamos en nuestros cuerpos al Hijo de Dios hecho alimento con la misma hambre con que le recibió en sus entrañas la Santísima Virgen. Y, una vez recibido, dejemos que nos tome en hombros y nos lleve a donde nunca podríamos ir solos.