Ezequiel 9, 1-7; 10, 18-22; Sal 112, 1-2. 3-4. 5-6 ; san Mateo 18, 15-20

Trae hoy hasta nosotros San Mateo la doctrina de Cristo acerca de la corrección fraterna. Es tan importante la denominación de origen («fraterna») en esta obra de caridad, que marca por sí misma la diferencia entre pecado y virtud.

Muchas veces corregimos, pero lo hacemos cuando no está ante nosotros la persona a quien se dirige la corrección. Aún cuando nuestras palabras estén cargadas de razón (y no siempre lo están) este tipo de corrección no es «fraterna»: su nombre es «murmuración», y, puestos a llamar a las cosas por su nombre, es un pecado.

Otras veces corregimos delante de la persona interesada, y de otros cinco o seis más: a este tipo de corrección, que dista mucho de ser «fraterna» se le llama «poner en evidencia», y, se mire por donde se mire, es también un pecado.

Afinemos un poco más: en muchas ocasiones corregimos en privado a quien yerra; pero la corrección no nace del cariño, sino del despecho y la ira, y por eso corregimos con malos modos y humillamos a quien debiéramos ayudar. Esta corrección tampoco es «fraterna»; más bien se llama «bronca» y tiene como finalidad arrojar sobre el prójimo el peso de un sufrimiento cuya causa le atribuimos. Es un pecado.

La verdadera corrección fraterna nace de la caridad, y del deseo de ayudar a nuestro prójimo a alcanzar la santidad. Nunca se realiza en un momento de ira. Se corrige entonces de tal modo, que el hermano siente, a la vez que la punzada de la verdad, el bálsamo del cariño. Va siempre acompañada de oración y sacrificios en favor de la persona corregida, y, en la mayor parte de las ocasiones, surge a la luz de una sonrisa.

Cuando vayas a corregir a tu hermano, recuerda siempre que la Madre de ambos (Nuestra Señora) está presente, y habla de tal modo que no vayas a merecer tú luego su corrección. Así sabrás que has corregido «con denominación de origen».