Ezequiel 12, 1-12; Sal 77, 56-57. 58-59. 61-62 ; san Mateo 18, 21-19, 1

Setenta veces siete son cuatrocientas noventa veces… Sí, ya sé que es un número simbólico, pero me sirve estupendamente; porque si alguien en este mundo me hace la misma felonía cuatrocientas noventa veces, no sé que sería de mí, ni de ese alguien. Y, sin embargo…

Para quienes nos confesamos semanalmente, el plazo se termina (si no he calculado mal) en algo más de nueve años. Quienes lo hacen quincenalmente, tienen que esperar unos diecinueve años para experimentar esta sensación, y, quienes lo hacen mensualmente, unos cuarenta años, que tampoco son tantos. Quien se confiese una vez al año, simplemente manténgase a la escucha (o a la lectura). ¿No es verdad que solemos confesar siempre las mismas cosas? Sí, es cierto, de vez en cuando hay novedades que rompen la rutina, pero… ¿No hay tres o cuatro pecados a los que parecemos estar abonados desde el nacimiento? Pues bien: para no involucrar a nadie, diré que yo he acudido ante Dios más de cuatrocientas noventa veces pidiendo perdón por los mismos pecados. Y puedo asegurar solemnemente que nunca he sido recibido con un «¡Ya está bien! ¿Te estás pitorreando de mí? ¡Menos pedir perdón y más cambiar!». Antes al contrario, cada vez que acudo a confesar experimento con mayor ternura la infinita misericordia de Dios hacia mí. Siempre he sentido que mi Padre me acogía con un abrazo. Tampoco me cabe duda de que las ofensas con que he afrentado a mi Dios son infinitamente más graves (aunque sólo sea por Aquel a quien afectan) que cualquier ofensa que alguien pueda realizar contra mí.

Después de esta breve y matemática reflexión (por vez primera, he tenido que ayudarme de una calculadora para escribir este comentario), ¿me atreveré a no perdonar a quien me ofenda? Tristemente, la respuesta es «sí»; me conozco, y sé que me atrevo a eso y a más. Pero a María Santísima, cuyo corazón ha sufrido también mis pecados, le pediré hoy, para mí y para todos los hijos de Dios, un corazón agradecido a la Misericordia divina, un corazón humilde capaz de apiadarse en nombre de quien se apiadó primero de nosotros.