Ezequiel 16, 1-15. 60. 63; Is 12, 2-3. 4bcd. 5-6 ; san Mateo 19, 3-12

La parábola que hoy trae hasta nosotros el profeta Ezequiel es conmovedora hasta las lágrimas. Necios habrá (siempre los hay) que la contemplen como un poema hermosísimo, y no obtengan de ella más que un estéril gozo estético. Pero, por boca del profeta, Dios quiere situarnos ante un drama, y ese drama no es otro que el de nuestras propias vidas.

Detrás de aquella hembra maldita y desahuciada, que tras ser recogida del arroyo, hermoseada, revestida con hábitos de reina y desposada por el propio Dios, se gloría en su belleza y abandona a su Creador para prostituirse con los ídolos, se oculta la realidad terrible del pecado. Éste no se muestra en toda su fealdad hasta que no es visto frente a la misericordia divina. La infidelidad de la mujer de la parábola resulta especialmente odiosa por dirigirse contra Aquél que graciosamente la había rescatado y había sido con ella todo ternura y compasión. A su vez, la gravedad de aquel pecado no hace sino enaltecer la misericordia de un Dios que, aún después de semejante traición, no reniega de su alianza y acaba prometiendo el perdón.

Cuando nos negamos a afrontar la gravedad de nuestras culpas; cuando le quitamos importancia al pecado, reduciéndolo a una mera «debilidad» apenas imputable; cuando cerramos los ojos ante la realidad del Infierno como destino merecido por nuestras atrocidades (las de cada uno)… Entonces, lo que estamos haciendo es empequeñecer la misericordia de Dios; al fin y al cabo, no hacía falta ser Dios para perdonar esas pequeñas «imperfecciones». Si no hemos ofendido realmente a nuestro Creador, si no hemos merecido el Infierno, el drama de la Cruz era innecesario… ¿Para qué tanto por tan poco? Si no íbamos a condenarnos, puesto que no hemos sido malos sino débiles, ¿Para qué el rescate del Calvario? Esta concepción «descafeinada» del pecado lleva de la mano a una concepción «descafeinada» de la misericordia, ejercida por un Dios también «descafeinado», si no tonto de remate. De nuevo, hemos convertido el drama en poesía, y, lo que es peor, nos hemos quedado tan tranquilos.

No tengas miedo a contemplar tu pecado en toda su crudeza, como ofensa a un Dios Amor y como crimen que te ha hecho merecer las penas eternas. Porque, si lo haces así, recibirás enamorado el sacramento del Perdón; sabrás que has sido rescatado, enaltecido, y amado hasta el extremo; tu resolución de no pecar será más firme; y entenderás por qué, a la Madre de Jesucristo, la llamamos «Madre de la Misericordia».