Ezequiel 34, 1-11; Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6 ; san Mateo 20, 1-16

Aquellos trabajadores contratados al comienzo de la jornada se quejan, llegado el final del día, de recibir la misma paga que los que entraron en la viña a última hora. En una empresa humana, tal queja, aunque nunca fuera justa (pues recibieron lo convenido), podría ser comprensible: tras descubrir que se podía obtener el mismo jornal con menos esfuerzo, no es extraño que se lamenten de haberse fatigado en vano… Pero adentrémonos en el significado de la parábola: la viña es el Reino de Dios, y el trabajo a que somos llamados es la Redención: «niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame» (tal es el texto del contrato). La plaza, en la que están aquellos que no tienen empleo, es la imagen de una vida sin Cristo. La paga final es la entrada definitiva en el banquete del Reino. Pues bien: si te dieran a elegir entre vivir la vida entera unido a Cristo, y después salvarte, o vivir la vida entera sin Él, y, conociéndole al final de tus días, salvarte igualmente, ¿Qué elegirías?

Obviamente, los personajes de esta parábola hubieran elegido lo segundo, puesto que tenían envidia de quienes habían corrido aquella suerte. Detrás de esta sensibilidad se encuentra una concepción de la fe como fastidio presente que es aceptado a cambio de un bien futuro; en pocas palabras, renunciar a la felicidad que podría obtenerse en esta tierra a cambio de ser eternamente feliz en el cielo; o, dicho en otros términos, apretar los dientes y cerrar los ojos durante unos años, para luego gozar por siempre. Si quien piensa así encuentra después a alguien que, habiendo tenido todo aquello de lo que él se ha privado en la tierra, obtiene el cielo por una gracia de última hora, lamentará no haber estado en su lugar.

Yo, sin embargo, no me cambiaría por nadie en este mundo. Conozco la Cruz en la medida en que mis traiciones constantes me permiten desearla y tocarla, siquiera sea, con la punta de los dedos (y con los ojos, sobre todo con los ojos); sé que podría tener, si quisiera, mucho más de lo que tengo en cuanto a bienes materiales y consuelos sensibles; en ocasiones Satanás me presenta, a mí también, toda una vida distinta, llena de satisfacciones terrenas, y la pone al alcance de mi mano. Y, entonces, más que decir que no a todo eso, vuelvo a mirar el Crucifijo y digo que sí mil veces; pronuncio un sí que es un grito bañado en lágrimas; un sí que Alguien ha puesto en mis labios, y que es el regalo más grande que he recibido jamás. Me considero enormemente dichoso aquí en la tierra, en medio de tribulaciones y sufrimientos que otros no soportan, porque sé que en esa «plaza» de los desempleados no está el Señor y no está la Virgen, aunque esté todo lo demás. Yo he sido un afortunado: no sólo gozaré del Señor y de su Madre en el Cielo; les estoy gozando, estoy sintiendo su cariño en la Cruz, en la Viña, ya aquí en la tierra.