Apocalipsis 21, 9b-14; Sal 144, 10-11. 12-13ab. 17-18 ; san Juan 1, 45-51

Es una de las preguntas que tengo pensado hacer cuando llegue al Cielo: «¿Qué pasó debajo de la higuera?». Me corroe la curiosidad ante este secreto, uno de los mejor guardados del evangelio. Se lo preguntaré al propio San Bartolomé. No creo que en el cielo el pudor le impida narrar un suceso que le honra. Sobre una higuera se salvó Zaqueo, y bajo una higuera halló gracia Natanael. No me extrañaría nada encontrarme por allí con alguno de estos árboles.

Sea lo que fuere, lo que allí sucedió le mereció un rendido elogio del propio Jesucristo: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño». Tuvo que tratarse de un acontecimiento interior, una decisión difícil, un acto de voluntad noble; de haber sido un gesto exterior o una palabra, algo que se hubiera podido ver o escuchar, la respuesta de Natanael al Señor no hubiera sido «¡Rabbí, tú eres el Hijo de Dios!», sino más bien: «¿Detrás de qué arbusto estabas escondido?». La rapidez de la reacción de Bartolomé nos indica que estamos ante un lance íntimo, acaecido en lo más interior del alma, en esa zona donde sólo Dios llega a sondear. Allí tuvo lugar un triunfo del bien sobre el mal, de la verdad sobre el engaño, y es el propio Dios encarnado quien lo saca a la luz y da testimonio de Natanael ante los hombres.

Algo así sucederá el día del Juicio Final: nuestros más profundos pensamientos y deseos, nuestras luchas interiores, nuestros secretos amores y odios, todo saldrá a la luz para nuestro gozo o para nuestra humillación. Pero, sin necesidad de esperar tan feliz día, ya hoy podemos compartir el gozoso descubrimiento que, al conocer a Jesús de Nazareth, hizo San Bartolomé: nunca estamos solos. Nuestros corazones y nuestras conciencias están abiertos a la mirada misericordiosa de Dios: lo que no ven los hombres, lo ve Él. Y cada uno de nuestros pensamientos y decisiones íntimas le agradan o taladran su Corazón crucificado. Si tan sólo nos propusiéramos hacer sonreír a Dios con nuestros pensamientos y deseos, nuestra vida sería distinta, porque quien mantiene limpia la fuente bebe siempre agua clara. Y no sólo eso: si sintiéramos permanentemente sobre nosotros la mirada amorosa de Dios y los ojos maternales de la Virgen, nos sabríamos confortados en nuestra lucha interior contra el mal; una gran paz nos inundaría, porque esas miradas cariñosas nos aseguran que nunca estamos solos.